sábado, 1 de febrero de 2025

La consolación de un encuentro y de un abrazo: mis ojos, Señor, han visto a tu Salvador (Lucas 2, 22-32).

La consolación de un encuentro y de un abrazo: mis ojos, Señor, han visto a tu Salvador (Lucas 2, 22-32)

Una primera lectura… 

La madre era considerada impura y tenía que “purificarse”. La ceremonia tuvo lugar el cuadragésimo día. Los padres tenían que ofrecer un sacrificio en el Templo. Esto decía la ley. Lucas insiste mucho en la observancia de la Ley. José y María pertenecen a ese “pueblo de los pobres” que ama a Dios, observa su ley, es bueno y justo. 

José y María, pues, se dirigen al Templo, centro religioso y político de Israel. Allí encuentran, los “pobres de Yahvé”, a otros pobres como ellos, Simeón y Ana. ¿Quiénes son estos? No se sabe. Ni siquiera tenemos que saberlo, parece decir Lucas. No son personajes oficiales. Están al margen de la vida pública, pero están en el centro de la historia de la salvación. 

Lucas dice de hecho que el Espíritu Santo les había inspirado -Lucas repite muchas veces este detalle, como había repetido muchas veces el detalle de la observancia de la Ley, y así sucede que, mientras Simeón y Ana están en el Templo, a su atención no les atrae el Templo y su esplendor, sino un niño y dos padres desconocidos. 

En ellos y no en el oro y en el increíble esplendor de la casa de Dios, se revela la misericordia de Dios: el Espíritu Santo le había predicho a Simeón que no vería la muerte sin haber visto antes al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo y, mientras los padres llevaban al niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía para él, él también lo acogió en sus brazos y bendijo a Dios. En cierto sentido, el Templo sirve de escenario a la verdadera revelación. El corazón del templo es el Niño. Simeón lo recoge. Se podría decir que Simeón “expropia” a los padres del niño. Ese niño, de hecho, pertenece a toda la humanidad y no sólo a sus padres. Tal vez Lucas piensa en el mundo judío, ya viejo, que renace, de algún modo, gracias a aquel niño. 

Y Simeón, con el niño en brazos, exclama su “cántico”. Ha llegado la hora de su partida, pero coincide con la llegada de la salvación: sus ojos la han visto, su partida, por tanto, es "en paz", como corresponde al siervo que ha permanecido fiel durante toda su existencia al Maestro que le ha dado la salvación, que lo ha amado y lo ha salvado. Pero esa salvación, que comienza con los niños, con los ancianos, con la parte frágil de la humanidad, es para todos. Precisamente porque es capaz de salvar a los humildes y a los pobres, a aquellos en los que nadie piensa, Dios es capaz de salvar a todos. María y José quedan asombrados por lo que dice Simeón. 

En este punto el cielo brillante de la infancia parece oscurecerse. Simeón habla a su madre y le dice que Jesús, la salvación, será rechazado por algunos: éste es el aspecto trágico de la salvación. Es la división entre los que se salvan y los que no, entre los que aceptan y los que rechazan. El niño se convertirá en signo de contradicción y lo será de una manera especial y dolorosa para la madre. Y una espada también traspasará tu alma. 

La historia termina con un regreso a la normalidad. El niño crece sobre todo en la sabiduría, en la “inteligencia espiritual” que se revelará en la “escapada” de algunos años después y que Lucas relatará en el pasaje inmediatamente siguiente. Y crecerá en la gracia de Dios, lo que causará el asombro y la admiración de la multitud. 

Los protagonistas son el niño y dos ancianos: la presentación es la presentación de un niño homenajeado por los ancianos. El principio y el final de la vida. Los puntos de cruce, llenos de esperanza y temores. Tenemos tendencia a rechazar la vida que comienza y a temer la vida que termina. 

La debilidad nos asusta. La fuerza triunfa. La guerra, la opresión de los pobres, de los débiles… Asistimos al despliegue de fuerza, fuerza militar, fuerza política. La fuerza se muestra y se exalta. No se pone al servicio de los débiles y de los pobres. 

Es verdaderamente el nuestro un mundo diferente al de los “pobres de Yahveh” que se reúnen en el Templo de Jerusalén. 

Para detenerse y gustar… 

María y José llevaron al Niño al Templo para presentarlo al Señor. Una joven pareja con su primer hijo trae la pobre ofrenda de los pobres, dos tórtolas, pero también el regalo más preciado del mundo: un niño. 

En el umbral de esperan Simeón (del que nunca se dice la edad…) y Ana (una mujer anciana): «Que esperaban», dice Lucas, es decir, que tenían esperanza. Porque las cosas más importantes del mundo no se buscan, sino que se esperan (Simone Weil). Cuando el discípulo está listo, llega el maestro. 

No son las jerarquías religiosas las que acogen al niño, sino dos laicos enamorados de Dios, con los ojos velados pero todavía iluminados por el deseo, el pasado sosteniendo en sus brazos el futuro del mundo. 

Porque Jesús no pertenece a la institución, no pertenece a los sacerdotes, sino a la humanidad. Es Dios quien se encarna en las criaturas y se desborda por todas partes, en la vida que termina y en la vida que florece. Es nuestro, de todos los hombres y mujeres. Pertenece a los sedientos, a los soñadores, como Simeón; para aquellos que pueden ver más allá, como Ana. Dios es de aquellos capaces de quedar encantados con un bebé recién nacido. Solamente se conoce a Dios a través de su humanidad. 

El Espíritu había revelado a Simeón que “no vería la muerte antes de ver al Mesías”. Son palabras que la Biblia conserva para que las grabemos en nuestro corazón. También yo, como Simeón, no moriré sin haber visto al Señor. El viaje no terminará en nada, sino en un abrazo. 

No moriré sin haber visto la ofensiva de Dios, la ofensiva de la luz, que ya está en marcha en todas partes; la ofensiva del bien que, aunque invisible, surge y fermenta en las venas del mundo. 

“Simeón esperaba la consolación de Israel”. Él sabía esperar, como lo hacen los que tienen esperanza. Si esperas, tu mirada se vuelve atenta, penetrante, vigilante. Y ve: “¡He visto la luz, preparada por ti para todos”! 

Pero ¿qué luz emana de este pequeño hijo de la tierra, un recién nacido que sólo sabe llorar y mamar leche? El sabio de Israel ha captado lo esencial: la luz de Dios es Jesús, él es carne iluminada, historia fecundada, injerto del cielo en la tierra. 

La salvación no es una obra particular, un hecho preciso, sino que es Dios que vino, que se perdió en el mundo, que naufragó en el amor, que se enredó en las sonrisas y en las cruces del inmenso campamento humano, que se alimentó también de la nuestros nutrientes humanos. Y ya nunca desaparecerá. 

“Él está aquí para la resurrección”: para Él nadie está perdido, nadie está acabado para siempre, es posible volver a empezar y recomenzar cada amanecer. Está aquí como una mano que te toma de la mano y te levanta, susurrándote: “talità kum”, “niña, ¡levántate!” Levántate, reaviva, brilla, reanuda la danza de la vida. 

“Luego regresaron a su casa. Y el niño crecía, y la gracia de Dios era sobre él”. Regresaron a la santidad, a la profecía y a la enseñanza de la familia, que preceden a las del Templo; a la casa donde la vida arde en una llama privada; a la familia que es santa porque el amor celebra en ella su fiesta y la convierte en la grieta más viva del infinito; a lo “profano” de cada día, de la vida cotidiana que se convierte en “sagrado”. 

La luz de la fe… 

En el centro del Evangelio de hoy encontramos la figura de Simeón, un hombre justo y piadoso. Aunque el Espíritu Santo habita en él, vive en espera de consuelo. Simeón tiene ojos capaces de ver porque es un hombre de fe, con un corazón abierto a la escucha. Al mismo tiempo, está muy cerca de nosotros, porque experimenta las dificultades de la condición humana. 

Simeón representa lo que muchos cristianos experimentan en su vida: por un lado, sentimos la presencia de Dios a nuestro lado y tratamos de vivir según las enseñanzas de Jesús; por otro lado, a menudo perdemos de vista lo verdaderamente importante, tropezando con los desafíos que nos presenta la vida. 

Simeón vive su encuentro con Dios de la manera más sencilla posible. Va al Templo, donde se encuentra con María y José. Aun sabiendo quién era el niño Jesús, ellos, obedientes a la tradición, lo presentaron en el Templo como cualquier matrimonio judío hacía con su hijo. La belleza de este pasaje reside precisamente en su sencillez: no hay milagros, prodigios ni signos extraordinarios, sino que es Simeón quien ve con los ojos de la fe lo que está sucediendo. Es nuestro corazón el que debe estar dispuesto para acoger a Dios. 

Después de encontrar a Jesús en su camino terrenal, Simeón se declara dispuesto a partir en paz. Su fe y su experiencia le permiten afrontar la muerte sin miedo, confiando totalmente en Dios. 

Me gustaría centrarme en algunas expresiones del cántico de Simeón que, desde mi punto de vista, resumen la esencia de la vida cristiana. 

La primera es «tu siervo»: Simeón se reconoce instrumento de Dios, a través del cual Él puede dar testimonio y realizar sus obras. También nosotros, en nuestra vida cotidiana, con gestos sencillos y pequeños, podemos convertirnos en medios a través de los cuales Dios se manifieste en el mundo. 

La segunda expresión es “paz”, estrechamente relacionada con “conforme a tu palabra”. Simeón está dispuesto a abandonarse completamente a Dios, aceptando su voluntad. Esta confianza, incluso frente a las pruebas y dificultades, lleva a una paz interior que no nace de la ausencia de sufrimiento, sino de la confianza total en Dios. 

Simeón experimenta la "salvación", fruto de la "luz" que el encuentro con Jesús trae a su vida. Esta luz no viene de fuera: está ya dentro de él, como está en cada uno de nosotros. El reto es saber encenderlo y, una vez encendido, darle energía sin dejar que se apague. 

Reservar momentos en la vida cotidiana y vivir la vida como un auténtico encuentro con Dios son formas de mantener viva esta llama tantas veces pequeña llama y vacilante. Y, sin embargo, la salvación de la que habla Simeón es algo que podemos experimentar cada día, si reconocemos que Dios nos perdona y nos ama incondicionalmente. 

Es un amor que abraza nuestras fragilidades, acoge nuestras debilidades y nos salva, dándonos la posibilidad de empezar de nuevo cada vez. 

Me siento muy parecido al primer Simeón, un hombre de fe que vive las dificultades de la vida cotidiana esperando el consuelo. 

El Simeón “iluminado” del canto, con su plena confianza en Dios, es una condición hacia la cual trato de tender. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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