lunes, 3 de febrero de 2025

Padre nuestro.

Padre nuestro 

En el Año de la Oración proclamado por el Papa Francisco en preparación al año jubilar de 2025, tal vez una iniciativa pueda ser precisamente volver a la meditación y degustación de la oración por excelencia del discípulo de Jesús, el Padre Nuestro: «breviarium totius evangelii», camino para entrar en comunión con el Dios revelado por Jesús dejando espacio a la interioridad para luego abrirla a las raíces más profundas, al conocimiento de Dios. 

El Evangelio de Lucas muestra a Jesús varias veces en oración e impartiendo enseñanzas sobre la necesidad, características y propósito de la oración. 

Orar con Jesús, orar al Padre de Jesús, significa ante todo que nos preocupemos por Él, que haya una lógica en sus acciones, en pleno respeto de nuestra libertad. Jesús nos revela el rostro del Padre y, como hijos en el Hijo, podemos acudir a él con confianza. 

La oración es una conversación íntima, una comprensión mutua, pero está hecha ante todo de escucha, de escucha de Dios y de intercesión por el mundo y no sólo por las necesidades personales. 

En la oración podemos rastrear la presencia de Dios en nuestros días, logramos preservar la fe y hacerla eficaz para nuestra vida. Es necesaria la oración personal, además de la oración comunitaria y sacramental. 

Si pensamos como en un protocolo para la oración, se necesita ante todo un yo auténtico, sin máscaras. Se requiere entonces un tiempo diario cuidadosamente elegido y vigilado. Un lugar apropiado facilita el acceso a Dios en una conversación de oración. Se necesita una palabra para decir desde el corazón, una palabra verdadera, para agradecer, alabar, callar,… Finalmente, la oración necesita una palabra para recibir, la que Dios nos da, antes o después de nuestras palabras. 

Es siempre muy válida la lectura del Evangelio proclamado en la liturgia del día y la conclusión con un salmo o una oración encomendándose a María. 

Padre nuestro 

La oración por excelencia, que nos ha dado el mismo Jesús, es el Padre Nuestro, que nos revela el misterio de la vida divina. Jesús no enseñó rezos sino a orar, porque a través de la oración escuchamos, sintonizamos nuestra alma, nos ponemos delante del Dios que, en Jesús, hemos conocido. 

La preciosa perla que se nos regala en el Padre Nuestro debe ser recitada con atención y asombro, como sucedió a los catecúmenos de los primeros siglos. Se sitúa en el centro de la celebración eucarística, con siete peticiones, tres relativas a Dios y cuatro relativas a nosotros. 

En el Padre Nuestro acudimos al Dios de Jesús, quien se revela no sólo como misericordioso y providente para su pueblo, sino como padre de cada uno de sus hijos. Jesús lo llama cariñosamente Abba, Dios es padre y madre, es bueno. 

Jesús traslada la atención de la teología a las emociones y parte de la experiencia humana para hacernos apreciar a Dios como un padre que nos ama, nos cuida, nos corrige, nos llega a través del lenguaje de las relaciones y de los afectos. La oración del Padre nuestro nos hace sentir amados, apreciados. 

Esta oración nos muestra un Padre reservado no sólo al individuo, sino a la familia de los hijos de Dios, un "nosotros" en el que el individuo se inserta en profunda comunión. 

La Iglesia es reunida por Dios y reúne la diversidad. No nos elegimos a nosotros mismos, sino que somos elegidos por Dios. 

Lo nuestro, dicho de Dios, indica que es posible construir un mundo diferente, construir relaciones entre las personas acudiendo a la fuente de nuestra existencia, que es Dios, en el tiempo intermedio que nos separa del advenimiento final del Reino, el discípulo de Jesús cree en un Dios feliz que nos quiere felices. 

El Padre nuestro ayuda a salir de la autorreferencialidad y construir el sueño de Dios que es la Iglesia. Orar el Padre nuestro significa descubrir parte de una comunidad de "aprendices" de fe dispersos entre los continentes, experimentar la dicha de ser hermano, hermana y madre del Señor porque escuchamos la Palabra, saborear la emoción de ser conciudadanos de los santos y familiares de Dios. 

Dios es padre y madre, madre y padre. Dulce y autoritaria al mismo tiempo. Él es el misterioso, el escondido (“en los cielos”). Dios está arriba y en otras partes, más allá, en todas partes. Se esconde para dejarnos libres, incluso para rechazarlo. El universo está lleno de la ausencia de Dios… 

La oración del Maestro nos muestra un horizonte: Dios Padre/Madre habita en el otro, la plenitud, pero podemos experimentarlo haciéndonos discípulos. La oración del Señor, entonces, la oración de quienes se descubren hijos de Dios, nos revela el verdadero rostro de Dios, de un Dios que ama y reúne, que respeta a sus hijos y los invita a buscar, a descubrir, vivir, florecer. ¡Maravilloso! 

Se puede sugerir añadir la palabra Padre al final de cada frase del Padre Nuestro. Somos hijos pero también buscadores: Padre nuestro que está escondido y que nos obliga a buscar. 

Santidad 

Con la petición "Santificado sea tu nombre", intercedemos para que todos puedan descubrir el Kadosh, el Totalmente Otro, su belleza ya vislumbrada por el discípulo en los ojos del Nazareno. Pedimos que en Jesús todo ser viviente experimente la salvación, que es la conciencia plena y duradera de ser amado y de poder amar. 

Jesús enseña que, para realizar plenamente la propia vida, debemos descubrirnos como hijos de un Padre/Madre que nos pide colaborar en su extraordinario plan de salvación, para descubrir que Dios es el Santo y vivimos en su luz. Descubro mi identidad reflejándome en Dios, descubro mi vocación, mi proyecto de vida en armonía con el de Dios, siempre en libertad. 

Dios es el lejano que se hace accesible, que desea compartir su naturaleza divina. Quiere participar Él mismo en el ser humano. Haciéndonos santos como Él es santo. Santos en el Santo. Santos son los discípulos que creyeron en el sueño de Dios, confiaron y se dejaron actuar. Santo es aquel que deja que el Señor llene su vida hasta el punto de hacerla don para los demás. 

En el Padre nuestro oramos para que todos puedan descubrir que ¡Dios existe y es hermoso! Necesitamos redescubrir el verdadero rostro de Dios, no el rostro engañoso de un juez inflexible, sino el Dios hermoso que nos revela Jesús. Por supuesto, el dolor permanece, incluso el dolor inocente, pero la felicidad siempre exige también pasos dolorosos. 

Con el Padre nuestro dejo de hacerme la víctima y asumo la mirada de Dios sobre mí, sobre los demás, sobre el mundo. Una mirada que santifica, que ve la presencia del Santo. La oración hace que sea natural reconocer los signos de la santidad en todas partes: en las personas, en la naturaleza, en las obras, en los gestos, en el arte, en la música, etc. Participar de la santidad de Dios significa volverse radicalmente esperanzado y positivo. 

El Reino 

En el Padre nuestro pedimos que venga el Reino de Dios en el que Dios reine. Es descubrir el gran plan de Dios para la historia, un plan de bien y de salvación. Es comprender que estamos llamados a realizar, aún en semilla, la visión que Dios tiene para el mundo, viviendo en comunidad. 

La Iglesia debería y podría de algún modo anticipar este Reino. Reúne a discípulos que desean y pueden vivir la única ley que nos dio Jesús: saberse amados y elegir amar como hemos sido amados. Jesús nos pide hacer presente el Reino, anticiparlo. Es la vocación de la Iglesia, la Esposa que clama por la venida definitiva del Esposo. 

Jesús llamó a su alrededor discípulos, a quienes llenó del Espíritu y a quienes encomendó tareas, para que, actuando junto a Él, predicaran el Reino, anunciando lo definitivo, actuando en la tierra con el corazón orientado hacia otra parte. Los discípulos son constructores del Reino, personas ya salvas que demuestran la salvación con su vida. 

La Iglesia vive y anticipa el Reino, con espacios de acogida, misericordia y compasión, alegría y transparencia del evangelio. 

¿Quién es la Iglesia? La Iglesia no es una posesión de lo sagrado, sino la compañía de discípulos llamados por el Señor para estar con Él, anunciar el Evangelio, hacer retroceder el mal. El tiempo del advenimiento final llega tarde. Es necesario que el Evangelio sea anunciado a todas las personas. El discípulo pide y se da cuenta, construyendo en la conciencia de que todo ya es sí y todavía no. 

La voluntad de Dios 

La voluntad de Dios que pedimos que se cumpla no es algo terrible e ineludible, ciego al dolor y al mal. La voluntad de Dios nunca es el mal, el sufrimiento, el castigo, el abandono, la extrañeza o lo incomprensible. Pedimos a Dios que haga en mí el bien que ha previsto y que yo no se lo impida. La suya es una voluntad de bien y de paz, pero la presencia de la lucha interna de la violencia y la muerte muestra que el amor deja libre y que estamos llamados a elegir con libre albedrío. 

Decir no a Dios, el pecado, es malo porque nos duele, no porque Dios lo haya decidido, Dios es feliz y quiere que cada persona sea feliz, es decir, que disfrute de la salvación. En Jesús, Dios muestra su voluntad de bien y de salvación (cf. la curación del leproso, etc.). Dios nos creó sin nosotros, pero no nos salva sin nosotros. 

Jesús mismo experimentó el dolor del abandono, hasta su muerte en la cruz. ¿Por qué? Quiso ser creíble. La cruz es la manifestación suprema del amor de Dios. La angustia de Jesús se basa en la conciencia de que su sacrificio podría resultar inútil. Es un riesgo, el suyo, el más terrible: el de ser el olvidado para siempre. 

Jesús nos pide que tomemos nuestra cruz todos los días. No es Dios quien envía las cruces, sino la vida, los demás, nuestros vértigos. Tomar la cruz significa vivir dando, asumiendo la lógica de Jesús que, en consecuencia, nos hace elegir dar la vida. 

Dios es feliz, nos quiere felices, sabe lo que es verdaderamente bueno para nosotros. Confiamos en Él y le pedimos que haga su voluntad en nosotros. No sólo en la tierra, entre las cosas visibles, sino también en el mundo invisible, el mundo en el que Dios reina plenamente, el mundo oculto. 

Pidamos al Padre que nos ayude a construir este mundo oculto, tomándolo como modelo, sin rendirnos a las evidencias sensibles, con la valentía de esperar y soñar más allá de lo visible, de mirar los acontecimientos con una mirada pura y luminosa, entendiendo que nuestra vida medida de nuestra capacidad de amar. 

Invocar como modelo el mundo "oculto" nos compromete a poner en el centro de nuestra acción pastoral la nueva humanidad, modelo que la Iglesia debe representar en el mundo concreto en el que vive. El discípulo se arremanga, cambia la miseria actual por el amor de Cristo que ve su reflejo en los pobres, ama este mundo amado por Dios y trata de transfigurarlo. 

Pan 

Después de la primera parte del Padre nuestro dirigida a Dios experimentado como Padre/Madre, la segunda parte de la oración baja la mirada a la existencia cotidiana, a lo indispensable para la vida. La vida está hecha de relaciones y de búsqueda de Dios, pero también de preocupación por las necesidades del cuerpo. El discípulo de Jesús vive la vida cotidiana como un don, con una mirada positiva sobre sí mismo y sobre los demás. Las cuatro peticiones se resumen en tres: pan, perdón, libertad. 

El discípulo pide pan comprometiéndose a ganarlo trabajando y compartiéndolo. Pedimos ganarnos el pan con paz, justicia, dignidad y honor, y nos comprometemos a garantizar que cada persona tenga algo de qué vivir. 

Pedimos el pan de cada día, que nos obliga a confiar, a no acumular, a tener la correcta relación con las posesiones y el dinero. La riqueza también es algo bueno, pero debe compartirse. El corazón humano está hecho para el Absoluto y ningún bien ni dinero puede llenarlo. Al pedir el pan día a día, nos preguntamos por la codicia, por el deseo desmedido de poseer las más diversas realidades. Dios nos cuida y protege, como lo hace con los gorriones que no caen al suelo dejados de la mano de Dios. 

Pedimos pan sólo para hoy, confiando en la providencia de Dios, mañana haremos el mismo pedido, pero con confianza. Dios es digno de confianza, pero pedimos y actuamos. Él nos permite actuar y ganarnos el pan. Sin embargo, no vivimos sólo de pan, sino también del amor, el trabajo, el hogar, el respeto, el cariño, la alegría de las cosas sencillas… 

Al pedir el pan necesario para vivir reconocemos que todo es penúltima realidad, que todo viene de Dios, el discípulo lo reconoce y pide al Padre/Madre el pan del amor como realidad última. Pertenecemos a Dios y pedimos el pan que es el Señor mismo, su presencia en nuestro camino hacia la plenitud del Reino. 

Perdón 

Antes del perdón está el pecado, que en la Biblia equivale a decir no a Dios, errar el objetivo, seguir un camino que nos aleja del verdadero gozo. El pecado es malo porque nos daña, porque destruye nuestra semejanza con Dios y nos aleja de nuestra naturaleza profunda. 

Jesús nos revela el rostro del Dios misericordioso y la salvación pasa también por el perdón de los pecados (cf. el paralítico en Mc 9,2). 

En el Evangelio, Jesús dice que si hemos pecado, Dios nos perdona y por eso nos arrepentimos. Dios previene y vence nuestro arrepentimiento perdonándonos, haciéndonos ver cuánto somos amados. A pesar de todo. Esto corre el riesgo de degradar y desperdiciar el perdón. Jesús constata con dolor que el pecador que rechaza el perdón gratuito de Dios se condena a la aridez interior, como el hombre rico (cf. Lc 16,20). 

Jesús da el perdón al paralítico (cf. Mt 9,2-7). Un perdón liberador. Que también toca el cuerpo, paralizado no por el castigo divino, como se pensaba. Dios nos devuelve al camino y nos da libertad, perdonándonos de antemano. Un amor que precede al perdón e inspira un amor ulterior (cf. el pecador de Lucas 7,47-50). Jesús lee en el corazón de la mujer un deseo de cambio, de aceptación, de verdad. 

La culpa no tiene nada que ver con el pecado y el perdón. Pedro lucha por superar su sentimiento de culpa e insuficiencia. Jesús lo libera definitivamente de esto confiándole la custodia de sus hermanos. Jesús perdona a sus discípulos y confía a su Iglesia el don de la reconciliación dentro de la comunidad, en diferentes formas y tiempos. 

El perdón no es amnesia. El perdón es una elección dolorosa basada en la voluntad y puede tener grados progresivos. Perdonar significa tomar conciencia de nuestros límites y por tanto aceptar los de los demás. Significa ponerse en la perspectiva de Dios, alcanzar la paz del corazón. 

La Iglesia no es un pueblo de coherentes, sino de perdonados, de conmocionados, de transformados. Pedimos perdón vinculándolo a nuestra forma de perdonar. “Como nosotros también perdonamos” nos vincula a nuestras responsabilidades. Pidamos a Dios que nos haga capaces de perdonar, sin esperar el perdón perfecto, sin esperar que el otro cambie, sin necesariamente olvidar el mal que hemos sufrido. 

El discípulo de Jesús surge del moralismo trágico de nuestra sociedad, tolerante con sus propios defectos e intransigente con los pecados de los demás. El Buen Padre sitúa a los discípulos en una perspectiva diferente, en la que la medida de juicio de las personas no es su presunta coherencia absoluta, sino la capacidad de reconocerse necesitados de perdón para poder perdonar a los demás. 

No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal 

Dios no lleva a nadie a la tentación. En el mundo se vive la trágica experiencia del misterio de la iniquidad (cf. Rom 7,18-21). Le pedimos a Dios que no nos abandone, para que no caigamos en la tentación, pero también que no nos abandonemos a la tentación cuando ya estamos en la tentación. Que Dios permanezca a nuestro lado y nos proteja de entrar en tentación y esté presente incluso cuando ya estemos en ella. Le pedimos que no nos deje solos en el momento del discernimiento. 

Discernir bien sólo es posible escuchando la Palabra, orando, adquiriendo la mirada de Dios sobre el mundo y sobre las personas, descubriendo el misterio de salvación de Dios escondido a lo largo de los siglos y decidiéndonos a participar en él con alegría, lo mejor que podamos. Le pedimos al Padre/Madre Dios que nos ayude a comprender qué es bueno y qué es malo, qué nos trae a la vida y qué nos lleva a la muerte. 

La tentación es ambigua, a veces nos llega a partir de acontecimientos de la vida, cuando nos abruma un dolor que nos presenta el riesgo de perder la fe y hundirnos en la desesperación. Y oramos: cuando el mal está sobre nosotros, el mal que es la enfermedad, el mal que es la oscuridad del inconsciente, el mal que es la consecuencia de nuestras decisiones equivocadas, Señor, no nos abandones, no nos dejes. 

Al orar así, Jesús nos enseña fe, esperanza y confianza. 

El Maligno existe, pero no debe ser banalizado, ni cargado de excesiva importancia en detrimento del bien, quitando responsabilidad a la conciencia y a la elección personal. Está la lucha interna, el discernimiento entre lo que destruye o crea la vida, porque el mal siempre se disfraza de bien. 

La obra del Maligno (que existe y es menos torpe y caricaturizado de lo que imaginamos) consiste precisamente en enturbiar las aguas, en magnificar el detalle en detrimento de la visión de conjunto, en menospreciar u oscurecer lo catastrófico consecuencias de nuestras elecciones. El diablo nos hace creer que somos peores de lo que realmente podemos ser. 

La Escritura es sana y equilibrada: afirma la existencia del Maligno, que actúa y opera influyendo en los seres humanos, pero los seres humanos siguen siendo libres de elegir y actuar el bien y por medio del bien. 

En Lucas 11,21-26 Jesús ofrece una lectura extraordinaria del Maligno y de la vida espiritual. Satanás no puede expulsar a Satanás. El mal actúa disfrazándose de bien. Pone a prueba nuestra libertad, haciéndonos creer que el pecado no existe. Pero con humildad acogemos a Jesús, hombre fuerte, para que custodie la pequeña casa de nuestro corazón. Ser fuerte en la tentación gracias a la oración. Sin exagerar, Jesús dice: ¡una casa demasiado ordenada y limpia atrae la atención de muchos demonios!... 

El Maligno existe y trabaja para alejarnos de Dios. Todavía hay batallas y escaramuzas, ¡pero la guerra la ha ganado Jesús resucitado! Necesitamos pan, perdón, la ayuda de Dios en la tentación. Y el regalo de la libertad. 

Pidamos a Dios que nos libre de todo mal, de todo lo que nos daña. El mal es la sombra de la luz, la otra cara de nuestra dignidad, la posibilidad de equivocarnos. “Líbranos del mal” significa aceptar que la realidad del pecado habita en nuestra vida pero no la posee. La engatusa y la hiere, pero no la mata, porque somos del Señor. En Cristo somos nuevas criaturas, somos libres de la sombra para ser libres, para amar como Él nos enseñó. Mientras tanto, pedimos al Padre que nos haga personas libres, que no teman las tinieblas, que vivan, en la medida de lo posible, en la dignidad de descubrir que son hijos e hijas. 

Amén decimos al final de la oración del Padre nuestro. Yo lo creo, es así, estoy seguro, lo sé. Al confiarnos la oración del Padre Nuestro, nosotros, los discípulos, crecemos en la conciencia de la identidad profunda de Dios, pero también de nosotros mismos. Necesitamos meditar en el Padre nuestro saboreando cada palabra, cada invocación. Creceremos en el conocimiento del Dios de Jesús y realizaremos por nuestra parte el Reino que viene. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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