sábado, 1 de marzo de 2025

Luchar por entrar por la puerta estrecha.

Luchar por entrar por la puerta estrecha 

La lectura de las tentaciones de Jesús nos permite descubrir las raíces de cada tentación y de cada pecado. Ciertamente la Escritura nos brinda algunas indicaciones sobre cómo afrontar la batalla invisible. Es lo que se suele llamar una especie de "gramática de la lucha espiritual". Entre los muchos caminos que podrían seguirse, podemos centrarnos sólo en dos de los elementos especialmente relevantes. 

a) El corazón, lugar del combate espiritual 

Hay un lugar específico donde se desarrolla el combate espiritual. De manera más general, toda vida espiritual procede de un órgano central del hombre que la Biblia llama “corazón”. 

Se trata de un concepto que va mucho más allá del valor casi exclusivamente emocional que le atribuye nuestra cultura. 

En la antropología bíblica, de hecho, el corazón es la sede de la inteligencia y de la memoria, de la voluntad y del deseo, del amor y del coraje, es el órgano que mejor representa la vida en su totalidad: sede de la vida sensible, de la vida afectiva y de la vida intelectual, el corazón contiene los elementos constitutivos de lo que llamamos “persona”. 

No es fácil hablar de este «lugar impenetrable» (cf. Sal 64,7), que sólo Dios conoce, escruta y discierne en verdad, como atestiguan en varias ocasiones las Escrituras: 

Señor Dios de Israel,… sólo tú conoces el corazón de todos los hijos de los hombres (1 Reyes 8,26,39); Tú sondeas el corazón y lo profundo; Tú, sólo Tú eres el Dios justo (Sal 7,10); ¿Quién puede conocer el corazón? Yo, el Señor, escudriño el corazón y examino lo profundo (Jer 17,9-10). 

Es en el corazón, la parte más secreta de cada ser humano, donde está impresa en nosotros la imagen de Dios. 

En este espacio que escapa al rigor de los conceptos, pero que puede ser penetrado a través del lenguaje simbólico, Dios habla al hombre y lo invita a responder, a abrir un diálogo con él (cf. Os 2,16-17). 

Y es precisamente en este nivel donde se hace la elección cotidiana entre un «corazón que escucha» (1 Re 3,9), que lucha por acoger y hacer fecunda la Palabra de Dios sembrada en él (Mc 4,1-20), y un corazón insensible a la Palabra, que acaba cayendo en esa incredulidad que el Nuevo Testamento define como «dureza de corazón» (Mt 19,8; Mc 10,5; 16,14). 

Es evidente que éste es precisamente el terreno en el que se asienta la lucha espiritual. 

Si en efecto el corazón es el lugar del encuentro íntimo y de la alianza entre Dios y el hombre, es también la sede de la avidez y de las pasiones fomentadas por el poder del mal: «de dentro, es decir, del corazón de los hombres» – dice claramente Jesús – «salen los malos designios» (Mc 7,21). El corazón se convierte así en el lugar donde se encuentran las artimañas de Satanás y la acción de la gracia de Dios. 

Es una experiencia común, que la Biblia registra con sencillez: el corazón puede estar sin inteligencia, incapaz de comprender y discernir (cf. Mc 6,52; 8,17-21); puede cerrarse a la compasión (cf. Mc 3,5), alimentando el rencor y el odio (cf. Lv 19,17), los celos y la envidia (cf. St 3,14); puede ser engañoso y “doble” (Santiago 1,8; 4,8), adjetivo que transpone al griego una expresión hebrea que literalmente suena como “un corazón y un solo corazón” (Sal 12:3). 

Además, es posible extender a todo pecado la síntesis penetrante que hace Jesús acerca del adulterio: «Quien mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Sí, antes de ser percibido externamente y llevarnos por caminos mortales de desemejanza con Dios, cada pecado ya ha sido consumado en nuestros corazones… 

El corazón es pues el lugar de la lucha invisible. Es allí donde puede comenzar el retorno a Dios, la conversión (cf. Jr 3,10; 29,13), o bien puede sucumbir a la seducción del pecado y a la esclavitud de la idolatría. 

Es una lucha muy dura esforzarse por tener un «corazón único» (Sal 86,11), capaz de colaborar a la vida nueva realizada en nosotros por el Padre, mediante la fe en Cristo muerto y resucitado, en el poder del Espíritu Santo: pero ésta es precisamente la batalla fundamental a la que el cristiano está llamado. 

b) Las armas del combate espiritual 

Pero ¿cómo puede un cristiano afrontar el combate espiritual? 

La tradición cristiana ha identificado algunas herramientas, algunas “armas” particularmente adecuadas para llevar a cabo este combate. Las raíces de esta reflexión se encuentran en el Nuevo Testamento. En particular, un pasaje tomado de la exhortación final de la Carta a los Efesios, Ef 6, 10-18, constituye un verdadero clásico sobre este tema. A partir de aquí podemos reconstruir una constelación de pasajes escriturales que presentan las armas de las que debemos dotarnos para afrontar las insidias de Satanás, conscientes de que «el que combate en el combate no recibe la corona si no ha combatido conforme a las reglas» (2 Tim 2,5). 

Fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza (Efesios 6,10). 

La parábola paulina se abre con un imperativo que puede significar tanto: «sacad fuerzas, fortaleceos» como: «sed fortificados». En el combate espiritual se produce una sinergia entre la acción del hombre y la acción proactiva de Dios. En otras palabras, el hombre está llamado a preparar todo para que la gracia del Señor Jesucristo actúe en él, a ceder a la gracia que lo atrae. El Apóstol lo repite en otro lugar con palabras inequívocas: «Confirmaos en la gracia que es en Cristo Jesús» (1 Tm 2,1); “Trabajo y lucho según el poder que proviene de Cristo, el cual actúa poderosamente en mí” (Col 1,29). 

Esta fuerza, este poder –leemos al inicio de la Carta a los Efesios– se manifestó de modo eminente en la resurrección de Cristo (cf. Ef 1,19-20). Es decir, la lucha invisible del cristiano se basa en la fe en la resurrección de Jesucristo, acaecida en el poder del Espíritu Santo, acontecimiento que marcó la victoria definitiva sobre la muerte y sobre «aquel que tiene el imperio de la muerte, el diablo» (Hb 2,14). Si en realidad todo pecado es en el fondo un torpe intento de afrontar el miedo a la muerte, el arma más eficaz en la lucha es precisamente la fe en la resurrección. 

Aclarado este primer punto esencial, el Apóstol puede continuar: 

Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, podáis estar firmes (Efesios 6,11-13). 

San Pablo utiliza el lenguaje de la guerra, amonestando a los cristianos a ponerse la armadura de Dios, es decir, la armadura que Dios prepara y pone a disposición de quienes se adhieren a Él. En esta imagen podemos reconocer las influencias de aquellos pasajes del Antiguo Testamento en los que se describe, con valor metafórico, la armadura con la que Dios mismo se ciñe para luchar contra los malvados y hacer triunfar su plan de salvación en la tierra (cf. Is 59,17; Sb 5,17-20), o bien la armadura que reserva a su Mesías, la Raíz de Jesé (cf. Is 11,4-5). 

Aún más interesante es notar que sólo hay otro pasaje del Nuevo Testamento en el que se atestigua el término “armadura”. En el Evangelio según Lucas, ante los insultos de sus adversarios que le acusan de «expulsar los demonios en nombre de Beelzebul, el príncipe de los demonios» (cf. Lc 11,15), Jesús responde: «Cuando el Fuerte, bien armado, custodia su casa, sus bienes están seguros; pero si viene alguien más fuerte que él y lo vence, le quita todas las armas en las que confiaba y reparte el botín» (Lc 11,21-22). Sí, Jesús es más fuerte que el diablo, que con su fuerza intenta seducir también a los hombres: sólo en Él y a través de Él, por tanto, es posible luchar contra el Enemigo y desarmarlo. 

El Apóstol utiliza aquí esta misma imagen, sólo que variando los términos para definir al Adversario: lo define como un “diablo”, es decir, un “divisor”. Un poco más tarde hablará de él como el Maligno (Efesios 6,16). En v. 12, después de haber precisado que la lucha del cristiano no se dirige contra otros hombres ("carne y sangre"), ofrece una pintoresca descripción en plural de las fuerzas dominantes del mal y del pecado: los términos utilizados "designan acumulativamente las fuerzas del mal que tienden a reconducir al cristiano a su situación prebautismal. 

Frente a estos dominios sutiles, que llegan hasta saturar el aire (cf. Ef 2,2), la primera actitud que se pide con insistencia al creyente es la de «permanecer» (Ef 6,11.13.14), la de «resistir» (Ef 6,13). Esta firmeza consiste ante todo en afrontar los ataques del Enemigo, sin huir ante él: en este sentido es nuevamente ejemplar la conducta de Jesús, que aceptó permanecer cuarenta días en el desierto, mirando de frente las seducciones de Satanás sin miedo. Quien esté preparado para este duro trabajo previo, para esta pasividad activa sin la cual la lucha está perdida desde el principio, puede escuchar la última parte de la exhortación de San Pablo. En ella el Apóstol enumera uno por uno los que en otro lugar define en su conjunto como «armas de justicia» (Rm 6,13; 2 Co 6,7), «armas de luz» (Rm 13,12), «armas que reciben su fuerza de Dios» (2 Co 10,4). 

Manteneos, pues, firmes, con la verdad ceñida a la cintura (cf. Is 11,5). Me revisto con la coraza de la justicia (cf. Is 59,17). Calzados y preparados para el Evangelio de la paz (cf. Is 52,7). Tomad siempre el escudo de la fe (cf. Sb 5,19), con el que podréis apagar todos los dardos encendidos del Maligno. Tomad también el yelmo de la salvación (cf. Is 59,17) y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. 

Las diversas armas enumeradas están tomadas precisamente de los pasajes del Antiguo Testamento. La gran novedad que aporta San Pablo consiste en describir la armadura del creyente a través de los elementos que habitualmente componen la armadura de Dios. Sin embargo, esto no debe sorprender al cristiano que tiene los ojos de su corazón iluminados por la fe: sabe de hecho que él y Dios están ahora unidos por la misma vida, la vida del hombre Jesucristo. Jesucristo, en efecto, narración del Dios invisible (cf. Jn 1,18),

 

- es la verdad (cf. Jn 14,6; Ef 4,21);

 

- es la justicia de Dios (cf. Rm 3,21-22.26; 1 Co 1,30; Flp 3,9), que justifica a los que creen en Él;

 

- es el Evangelio (Mc 8,35; Rm 15,19; 2Cor 2,12; Gal 1,7), la Buena Noticia que trae ‘shalom’, plenitud de vida a todos los hombres;

 

- Él es «el principio y el cumplimiento de nuestra fe» (cf. Hb 12,2), Aquel en cuya fe firme estamos llamados a dejar nuestra fe siempre vacilante (cf. Ga 2,20; Ef 3,12);

 

- Él es nuestra salvación (cf. 1Ts 5,9; 2Tm 2,10) y nuestra esperanza (cf. 1Tm 1,1), es decir, aquel en quien esperamos para participar de la salvación por él obtenida (cf. 1Ts 5,8).

 

- es la Palabra de Dios hecha carne (cf. Jn 1,1.14). Una Palabra «viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos y capaz de discernir los pensamientos y las intenciones del corazón (cf. Hb 4, 12). Una palabra que acompaña siempre el don del Espíritu. 

El cristiano está llamado, pues, a «revestirse del Señor Jesucristo» (cf. Rm 13, 14): ésta es, con diferencia, el arma más eficaz en la batalla espiritual. Y el terreno en el que puede germinar el ejercicio permanente de asumir los sentimientos y las acciones de Cristo es el de la oración, en la que San Pablo termina significativamente su exhortación: 

Orad sin cesar con toda oración y súplica en el Espíritu, y velad en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos (Efesios 6,18). 

La oración, que es en sí misma una auténtica lucha (cf. Rm 15,30; Col 4,12), se define aquí por algunas características muy específicas. Debe ser incesante (cf. también 1 Ts 5,17), ocurriendo “en todo tiempo”. 

No se trata de repetir continuamente fórmulas, sino de vivir una existencia marcada por lo que los Padres llaman “memoria Dei”, el recuerdo constante de Dios, es decir, esforzarse por ser siempre conscientes de su presencia dentro de nosotros. 

El Apóstol habla también de la oración “en el Espíritu”. De nuevo, ningún protagonismo por parte del cristiano: él está llamado a estar siempre en “epíclesis”, a dejar que el Espíritu ore en él y transforme su vida en oración. Y todo esto para alcanzar una comunión cada vez más plena con Dios y con sus hermanos, los "santos" por los cuales eleva siempre sus súplicas a Dios. 

Y finalmente, la oración está preparada por la gran virtud de la vigilancia (relacionado también con la oración en Lucas 21,36). La vigilancia, actitud global de tensión interior para discernir la presencia del Señor y de apertura para dejar espacio dentro de sí a su venida, coloca al creyente en un estado de lucidez espiritual. 

Es en su raíz la matriz de todas las virtudes cristianas, porque templa al creyente, haciéndolo persona capaz de resistir, de luchar, de transformar la energía vital desviada o bloqueada por las pasiones idólatras en energía para alcanzar el único fin verdadero de la lucha espiritual: el “ágape”, el amor hacia Dios, hacia todos los hermanos y hacia todas las criaturas. 

Conclusión 

Jesús dijo: «Esforzaos a entrar por la puerta estrecha» (Lc 13,24), y Él mismo nos dio el ejemplo cuando en el Huerto de los Olivos afrontó la lucha, la agonía decisiva, en la oración (Lc 22,44). 

Ante la elección entre permanecer fiel al Padre, incluso a costa de sufrir una muerte ignominiosa, o seguir los caminos sugeridos por el diablo, Jesús permaneció plenamente obediente a la voluntad de Dios, hasta aceptar el arresto sin cambiar el estilo de mansedumbre y amor que había marcado toda su vida. 

Lo mismo hizo en la cruz, donde, simétricamente a las tentaciones sufridas en el desierto, escuchó palabras repetidas por hombres similares a las de Satanás:

 

- “A otros salvó, sálvese a sí mismo, si éste es el Cristo de Dios, su Elegido”.

 

- “Si eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.

 

- “¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros también!” (Lc 23.35.37.39). 

Pero Jesús no quería salvarse a sí mismo. Al contrario, eligió cumplir fielmente la voluntad de Dios, continuando su conducta en obediencia a Él hasta la muerte, es decir, amando y sirviendo a Dios y a los hombres: ¡esta fue la causa de la muerte para Jesús, pero la causa de la vida para todos los hombres! Y es precisamente en respuesta a esa vida en la que luchó para resistir a las seducciones de Satanás y permanecer siempre capaz de amar, que el Padre lo llamó de entre los muertos. 

Todo esto tiene una consecuencia crucial para nosotros: sólo Jesucristo, que vive en cada uno de nosotros, puede vencer el mal que habita en nosotros, y la lucha espiritual es precisamente el espacio en el que la vida de Cristo triunfa sobre el poder del mal, del pecado y de la muerte. 

Cada una de nuestras victorias no es otra cosa que un reflejo de la victoria pascual de Cristo, que sabe compadecerse de nuestras debilidades, habiendo sido tentado en todo como nosotros, pero sin cometer pecado (cf. Hb 4,15), y ahora «está vivo para interceder por nosotros» (Hb 7,25). 

Es a Cristo, pues, a quien podemos invocar con las palabras del salmista: «En mi lucha, ¡sé tú quien lucha!». (Sal 43,1; 119,154). Es con él y en él que cada día, incluso en el cansancio de la lucha, podemos dar gracias a Dios cantando: «Bendito sea el Señor, mi Roca. Él adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la destreza» (Sal 144,1). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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