¿Dónde ha quedado la verdadera fiesta?
En el regreso del hijo pródigo de Marc Chagall saboreamos
que Dios se ha conmovido por nuestra nada». Dios se conmueve aún por nuestra
nada: este es el verdadero origen de la fiesta.
La historia del hijo pródigo nos empuja a mirar en lo más profundo de nosotros mismos y de nuestras raíces, y nos enseña a comprender cuál es la verdadera fiesta. La fiesta no coincide con el jolgorio o con una supuesta libertad, la fiesta nace donde el hombre se reconcilia consigo mismo y con Dios, donde el hombre reencuentra sus raíces y se comprende a sí mismo dentro de un proyecto más grande del que es a la vez responsable y servidor.
Este tipo de fiesta es la que propone Marc Chagall en su obra inspirada en la parábola del hijo pródigo. Una obra en la que, significativamente, se retrata a sí mismo en el papel del hijo menor de la parábola, pero en el momento de su regreso al Padre. Poco antes de realizar esta obra, concretamente en 1973, Chagall y su esposa Vava viajaron a Rusia por invitación del ministro soviético de Cultura, Furtseva. Chagall no había visto su patria desde 1922 y las emociones vividas durante esa «histórica» visita encuentran eco en este lienzo.
Todo el cuadro está inmerso en un azul luminoso que se carga aquí y allá de manchas de colores intensos: destellos rojos y amarillos, zonas de sombra azul o verde oscuro.
En el horizonte se reconoce Vitebsk, la ciudad natal de Chagall, el lugar donde respiró su fe judía y saboreó algo del mundo religioso y encantado de los jasidim. La carretera que serpentea en el centro del cuadro conduce precisamente allí, a ese grupo de casas apiñadas alrededor del campanario de una Iglesia cristiana.
En el lado opuesto a Vitebsk, en la parte derecha del lienzo, en la parte inferior, se vislumbra aún Chagall con un caballete de pintor a sus espaldas mientras se aleja del pueblo. Todo el recorrido humano y espiritual del pintor se resume aquí.
Se había alejado como un hijo pródigo de sus raíces judías por culpa de la pintura, un arte poco comprendido por la parte más observante del judaísmo. Durante su carrera había pintado de forma escandalosa muchas crucifixiones y adornado con sus obras muchas Iglesias cristianas, lo que agravó aún más las relaciones con sus correligionarios.
Ahora regresaba a su patria, a la patria que tanto le había dado, todavía profundamente creyente y con su alma de judío ruso más intacta que nunca. Es cierto que había experimentado la tentación de abandonar sus raíces para seguir las líneas de pensamiento subyacentes en algunas expresiones del arte moderno, entre ellas el surrealismo, al que Chagall se adhirió durante un tiempo, pero ese camino interior que desencadena el verdadero arte lo había mantenido de alguna manera siempre vinculado a los valores fundamentales de su fe, de su pueblo y de su tierra natal.
¡Y con qué vigor explota en este lienzo su retorno a las raíces! Aunque con características estilísticas alejadas de Rembrandt, el trazo de Chagall también vibra de luz y emociones: no hay sombra de incertidumbre en la escena, al contrario, una atmósfera alegre y serena lo impregna todo.
Rembrandt, al pintar el mismo tema en el famoso lienzo del Hermitage, había encerrado el acontecimiento del regreso a casa del hijo menor entre las paredes domésticas. Otros artistas le habían seguido alejando el abrazo del padre y del hijo de miradas indiscretas.
Aquí Chagall, y esto es lo que llama la atención, convoca a todo el pueblo. Parece que todo el pueblo de Vitebsk se ha precipitado al aire libre, a lo largo de la calle principal, para asistir al encuentro y participar en la fiesta. Este hijo estaba perdido y ha sido encontrado, estaba muerto y ahora ha vuelto a la vida.
El amor auténtico nunca es un hecho privado, sino que da frutos buenos para toda la humanidad. De ahí nace la fiesta.
El encuentro entre padre e hijo ocupa más de la mitad del lienzo. En el centro, el padre (que representa al verdadero padre de Chagall) lleva una túnica que irradia destellos rojos, signo del amor que lo anima, mientras que su cabeza, inclinada hacia el sol que se alza en el horizonte, en la parte superior izquierda del lienzo, denota la profunda relación de este padre con el Dios del Cielo.
Chagall regresó a Vitebsk ya anciano y su padre había fallecido hacía mucho tiempo. El padre aquí retratado es claramente un símbolo del Padre divino, pero conserva toda la ternura humana de un padre terrenal que corre al encuentro de su hijo perdido y ahora reencontrado.
El hijo, por su parte, está retratado de pie y no de rodillas, como quiere la iconografía cristiana. De hecho, los judíos rezan de pie porque conservan ante Dios su dignidad de hijos. Sin embargo, la actitud de la cabeza denota la profunda humildad y el respeto de este hijo, mientras que el cruce de las manos sugiere la serena certeza que anima a ambos de estar indisolublemente unidos por un sentimiento que supera los acontecimientos de la historia y las traiciones.
Un pájaro rojo en vuelo, junto al sol, precisa de qué tipo de amor se trata aquí. Es el amor del Cielo, ese amor que hace del hombre una persona, un ser en relación. Los caminos soberbios a menudo alejan al hombre de esta meta (como el que inició Chagall hace muchos años), pero quien busca la verdad, tarde o temprano, encuentra sus raíces y regresa más rico que antes, porque está cargado de la experiencia del rostro divino de la misericordia.
La fiesta que el Padre anuncia para el Hijo es una fiesta de resurrección, un gallo a espaldas del padre lo anuncia: las tinieblas han pasado y la verdadera luz ya brilla.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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