Las mujeres: Evangelio de Resurrección
Tras su captura en Getsemaní, «todos le abandonaron y huyeron», afirma Marcos (14,50).
Las mujeres no huyeron, los discípulos sí, a excepción de Juan, a quien el cuarto Evangelio situará al pie de la cruz junto a María. Lucas permite a Pedro «seguirlo de lejos» (Lc 22,54) y luego tampoco se sabrá nada más de él hasta la resurrección.
Las mujeres, en cambio, «observaban, razonaban», también ellas «desde lejos» (Mc 15,40). Es como si la distancia, la aparente ausencia, fuera necesaria para juntar las piezas, para comprender, para sondear las profundidades de las Escrituras y encontrar un sentido a la cruz.
Por primera vez se mencionan los nombres de algunas de ellas, algo poco habitual en Marcos, que solo menciona de pasada a la madre de Jesús. María Magdalena, María madre de Santiago el menor y de José, y Salomé. Quiero recordar vuestros nombres, mujeres del Calvario y de la resurrección, porque no llegasteis allí por casualidad.
Estabais allí desde el principio. Siguiéndole por los pueblos de Galilea, tratando de tejer un hilo entre tantas sorpresas.
Sin que nadie os lo ofreciera, os sentabais por la noche a sus pies, escuchando palabras tan nuevas como antiguas. Y luego estaban los enfermos, los atormentados, a quienes llevabais ante Él para que los curara.
Estabais allí descubriendo las llagas, consolando a los niños, partiendo los panes que crecían desmesuradamente en los pliegues de vuestros manteles, preparándole el camino para que los corazones se convirtieran en oídos llenos de la Palabra.
Estabais allí, sirviendo (Mc 15,41). Verbo candente, dicho solo de vosotras y del Hijo del Hombre.
Nadie sospechaba la cruz. En el camino a Jerusalén escuchasteis el anuncio funesto. Ni siquiera vosotras entendíais el porqué. No os echasteis atrás. Ni siquiera cuando todos, en la hora de la verdad, se marcharon abandonándolo a su suerte.
Lo visteis morir «así» y nadie os dijo nada. Ni siquiera Marcos. Pero nadie podía impedir que miraseis, que razonaseis, que os hicieseis preguntas.
Desde lejos, como siempre. Una distancia sagrada debida al misterio que no quiere posesiones invasivas, exclusivas y definitorias.
El hilo entre el Calvario y el sepulcro sois vosotras. Son vuestros ojos los que mantienen unido el cuerpo crucificado con el cuerpo sepultado en la cavidad de la roca «se quedaron mirando dónde lo depositaban», Mc 15,47-.
Los aceites perfumados son para ese mismo cuerpo que luego resucitará, según el anuncio del joven vestido de blanco. Vosotras sois la primera Buena Noticia de la resurrección.
Por tercera vez se dice que os pusisteis a «observar» (Mc 16,4), ahora con la enorme piedra inexplicablemente removida. Ni una pizca de miedo al entrar en el sepulcro oscuro. Los muertos, a diferencia de nosotros, los vivo, son siempre inofensivos y pacíficos.
Buscabais un cadáver y encontrasteis una palabra en la voz del mensajero. El miedo estalló ante un ser vivo que habla en la muerte. Todo el misterio se resume en unas pocas y escuetas afirmaciones: «¡No temáis! Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Pero id, decid a sus discípulos y a Pedro: ‘Él os precede en Galilea. Allí lo veréis, como os dijo’». Se ve a través de las palabras, es la única visión concedida. Aquí está la pobreza desarmante del Evangelio.
El horizonte de la resurrección no puede encerrarse en el círculo de nuestra existencia destinada a terminar. Vuestro miedo está ahí para decirlo, un verdadero sobresalto ante lo divino inaudito. ¡Ay de aquellos que os reprenden por vuestro miedo y os acusan de falta de fe!
El miedo contiene un alto grado de verdad que no debe eludirse: ninguno de nosotros sabe en carne propia lo que significa resucitar. Las palabras apenas lo contienen y, si no fuera por vuestro silencio, con el que se cierra el Evangelio, pronto lo habríamos convertido en propaganda. Quizás es precisamente lo que ha ocurrido.
Y para que los discípulos, junto con Pedro, «vieran» al resucitado en el monte de Galilea, necesitaron vuestros ojos, vuestras bocas que repitieran los verbos y las visiones de un joven vestido de blanco, victoria imberbe sobre el aguijón de la muerte.
Solo vosotras estabais en el Calvario; en el sepulcro, guardianas de un cadáver; en el mismo sepulcro que luego se convirtió en cuna de la Vida resucitada hecha palabra.
Fuisteis vosotras quienes anunciasteis la Buena Nueva que detuvo la huida de los discípulos y los hizo volver a Galilea, a aquella tierra marginal donde todo había comenzado.
Fuisteis vosotras quienes formasteis la ekklesía.
Estabais vosotras permaneciendo y siendo fieles.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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