sábado, 3 de mayo de 2025

Cónclave: el futuro de la Iglesia.

Cónclave: el futuro de la Iglesia 

¿Quién impartirá la bendición Urbi et Orbi tras el humo blanco y el «habemus papam»? Junto con el mundo, se lo pregunta la conciencia bimilenaria de la Iglesia, en vísperas de un cónclave que abarca toda la historia de la gloria in excelsis Deo y el valor de vivir plenamente la fe en el presente, según el concepto filosófico latino: «Ultima semper est maxime momenti», el último momento es siempre el más importante, en torno al cual a menudo se desarrollaron las reflexiones de Séneca. 

Símbolo de la tradición y memoria de las tribulaciones de las anteriores elecciones papales, el cuarto cónclave vaticano desde el comienzo del siglo XXI ya ha adquirido la importancia de un chequeo trascendental de la Ecclesia Universalis. Una especie de sismógrafo fundamental para sondear en profundidad lo que mueve las aspiraciones y esperanzas del mosaico de más de 2900 diócesis repartidas por todo el mundo, pero también para ver con antelación el sol o las nubes, las tormentas, los temporales o los arcoíris que se vislumbran en el horizonte. 

Un cónclave que es la suma del ejército invisible del papado, mucho más numeroso que los 1406 millones de católicos oficialmente censados. Una multitud considerable de la población mundial, animada por la mística intensidad de su credo religioso y en estado de movilización permanente que preocupaba a Stalin. «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?», llegó a preguntar el dictador soviético, dudando del papel y la autoridad espiritual internacional del pontífice. 

La respuesta la dio San Juan XXIII a Nikita Krusciov, el nuevo secretario del PCUS, que entretanto había denunciado los terribles crímenes de su predecesor. Con la sola «persuasión religiosa», el Papa San Juan XXIII convenció in extremis a los rusos y al primer presidente católico de los Estados Unidos, John Kennedy, de no desencadenar la primera y última guerra nuclear y de retomar el camino de la paz. 

Mientras que otro Papa proclamado santo, Juan Pablo II, con una sola frase, «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!», desestabilizó el comunismo ruso hasta provocar su caída y, apenas hace unos días antes, el intangible y conmovedor «poder papal» del Papa Francisco reunió en la Plaza de San Pedro a todos los poderosos, jefes de Estado, líderes, reyes y reinas de la Tierra, para el funeral de un pontífice humilde y anticonformista. 

¿Cuán largo es el camino del compromiso ecuménico unitario de la Iglesia católica? Se preguntaba en 1995 la encíclica Ut unum sint de San Juan Pablo II. Treinta años después, es una de las principales respuestas que se esperan del 112º cónclave, que se reúne desde 1058, cuando la elección de los pontífices pasó a ser prerrogativa del Colegio Cardenalicio. 

Una respuesta que es directamente proporcional al número de escrutinios que se sucederán antes de que el humo blanco se eleve en el cielo de Roma y del mundo. Las horas o los días medirán en el tabernáculo del cónclave el estado de salud y la unidad de la Iglesia. 

Las demás respuestas se refieren a la voluntad y la prioridad que dará el 267º sucesor del Apóstol San Pedro a armonizar, con una sabia mezcla de novedad y continuidad, la Iglesia con la evolución tecnológica, científica y social de la humanidad. 

Por no hablar de los nudos que tarde o temprano habrá que desatar. Se trata de algunas reformas trascendentales que llevan décadas llamando a las puertas de las comunidades eclesiales, destinadas a revitalizar la esencia del credo religioso entre los fieles y la opinión pública mundial y a marcar aún más la diferencia cultural y existencial con otras religiones. 

La elección de un Papa «desfasado» o, peor aún, inadecuado, frustraría todos los esfuerzos por no romper el delicado equilibrio entre la vida consagrada, la secularización, el agnosticismo y el contexto social, y anularía la notable recuperación de visibilidad, de popularidad y de incisión de los 12 años de pontificado del Papa Francisco. 

Dos mil años después, el valor espiritual intrínseco del mensaje y del ejemplo de Jesucristo permanece inalterable, pero los destinatarios han cambiado radicalmente. 

El «Christus vincit, Christus regnat» o el «Magnificat», que solemnizan el anuncio cristiano, impregnan ahora a las últimas generaciones de una humanidad globalizada, cultural y tecnológicamente evolucionada, alejada años luz del oscurantismo medieval y del dogmatismo de cualquier infalibilidad ex cathedra. 

Un mensaje cristiano nunca tan actual como ahora, en un contexto de conflictos e inhumanidad que sacuden el planeta, pero que presupone la adaptación de la capacidad de dar testimonio por parte de los «portavoces e intérpretes» eclesiales: laicos, congregaciones religiosas, presbíteros, obispos, cardenales y pontífices, doctrinal y jerárquicamente anclados en las estructuras vaticanas y en una liturgia y ceremonial pluriseculares. 

Una adaptación muy delicada y gradual, que debe iniciarse y proseguirse constantemente con infinita y misericordiosa paciencia, como había comenzado a hacer el Papa Francisco al desestructurar la Curia, las diócesis, los nombramientos episcopales y los cardenales. Una profecía que quedó inconclusa. Escenarios muy presentes en la Capilla Sixtina, donde junto al fresco de Miguel Ángel sobre el Juicio Final se representan la génesis bíblica y la vida de Cristo, desde la historia de Moisés, hasta el discurso de la montaña, la última cena y la resurrección. 

Escenarios poderosos que plantean al cónclave no solo la capacidad, sino también la posibilidad, con una sacudida espiritual, de imprimir un giro exponencial a la Iglesia, conjurando la desertificación de las Iglesias donde, particularmente y sobre todo en Occidente, cada vez se entra menos, y más solamente para bautizos, bodas y funerales. 

El riesgo de un cierto colapso vertical de la religión cristiana católica en algunas latitudes hasta conlleva la posibilidad de que el mundo, convulsionado por las guerras y nublado por la inteligencia artificial y las redes, se pregunte si es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad o es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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