El Resucitado prepara la comida: la vida es don
Tantas veces vivimos en una época de vínculos deshilachados, de relaciones rotas, en habitaciones habitadas por tristes soledades y nos sentimos frágiles, vacíos. No sabemos qué hacer. Sin embargo, en nuestro interior permanece un hambre antigua: pan bueno, sentido pleno. Un deseo de vínculos buenos. Y manos que nos rocen sin herir.
La comunión de los discípulos parece rota, perdida, extraviada. Estamos juntos y, sin embargo, solos. Pedro vuelve a la barca. Y nosotros volvemos a nuestras costumbres, a buscar refugio y consuelo en lo ya visto y conocido. Como si nada hubiera pasado. Pero lo sabemos: nada es como antes.
Al borde de nuestro desamparo, una voz en el vacío más
profundo nos llama: «Hijos», cuando no tenemos nada que ofrecer.
Una voz que no juzga, sino que llama y pregunta: «¿Tenéis algo de comer?».
La esperanza que alimenta la vida no nace de hacer como si nada. El Resucitado
se hace presente con su hambre donde y cuando nos sentimos vacíos.
Jesús Resucitado no se impone, no deslumbra. No irrumpe: espera a la orilla, en el borde. Viene a nuestro encuentro sobre las aguas, nos adelanta hacia esa orilla a la que no sabemos llegar solos. Solo quien ama lo reconoce. Solo quien ha escuchado su voz sabe que esa presencia, silenciosa y cálida, es el Señor. Y entonces ocurre algo sencillo y profundo: uno lo dice. Otro se lanza. Todos comen, nadie pregunta. Lo saben. No hay necesidad de ser interrogados para pasar la prueba del día.
El Resucitado enciende un fuego, prepara la comida, rompe el silencio con el aroma del pan. Es un gesto familiar, pero ahora tiene el sabor de la Pascua. El fuego de brasas sobre el que se cuece ese pan son las brasas de su muerte, la comida es la vida entregada.
Cada Eucaristía es esto: una comida preparada con amor que nace del don de sí mismo. Transfiguración de lo cotidiano, esfuerzo bendito, alegría que sorprende, vida entregada. También nosotros aportamos algo de nuestro trabajo. Es algo que se deja tocar, iluminar, bendecir. Es el signo de una relación reanudada, de una comunión reencontrada en un recuerdo lleno de amor como el pan compartido, el pescado a la brasa, el desayuno al amanecer. Jesús está vivo, ha resucitado, está presente entre nosotros. Él hace comunión con nosotros. Todo es don, es gracia. Lógica pascual, sentido de la vida.
En algunas de nuestras comunidades, durante este mes de mayo se celebran las primeras comuniones. Es la belleza de la primera comunión: nuestros hijos son invitados e introducidos como comensales a la mesa de Jesús: «Tomad y comed. Esto es mi cuerpo». La verdad del ser humano se manifiesta en el recibir, el dar las gracias y el devolver. «¡Gratis lo recibisteis, dadlo gratis!». Es la medida del amor verdadero. Nos acordamos del bien recibido: a través de Jesús recibimos el amor del Padre.
Todo padre que acompaña a un hijo a la mesa de la vida encarna y revive este misterio. Cada comunión vivida da testimonio de la buena promesa de la vida. Educar es esperar. Educar es generar esperanza. Es decir con la vida: «No estás solo. Esta vida es un don». Es revelar el nombre del Dador y animar a hacer de la propia vida un don. Es mantener la fe, día tras día, en ese primer acto de amor que se dio en la generación del hijo.
La comunión no es evasión: es el amanecer de un mundo
nuevo, de una nueva forma de habitar el mundo. Es un vínculo que resiste, más
allá de toda separación, es levadura de vida, pan que se parte y se multiplica.
El fuego de las brasas reaviva la esperanza.
Quizás la espiritualidad de ese ser espiritual que es el hombre revela su rostro último precisamente en el pan partido y compartido con el otro. No se trata de oponer el pan al espíritu, ni tampoco el espíritu al pan; hay que reconocer y vivir el pan como signo del espíritu y el espíritu como urgencia de compartir el pan.
En un tiempo marcado por la soledad relacional, por relaciones familiares fragmentadas y ampliadas, rotas y recompuestas, por comunidades asustadas que tienden a aislarse y encerrarse en sí mismas, la comunión con el Resucitado nos dice que no es cierto que el amor se acaba. Él no nos deja solos. El Resucitado nos llama de nuevo: «Hijos...» Y nos prepara de comer.
Etty Hillesum expresa así la profunda solidaridad y comunión con la humanidad al ofrecerse y partirse como pan: «He partido mi cuerpo como si fuera pan y lo he repartido entre los hombres».
Mantengamos encendido el fuego, en el deseo de buenos
vínculos, sigamos creyendo en el bien, volvamos a querernos como hermanos y
hermanas. Recomencemos desde aquí: desde un «gracias», desde un «te quiero» que
vuelve a florecer. La esperanza tiene como fundamento el recuerdo de un bien
recibido.
Con vosotros
desde la orilla del Resucitado,
decimos: no ha terminado.
Es solo el amanecer.
Estamos juntos,
pero solos.
Redes vacías,
corazones cansados.
Él ya está en la orilla.
Y llama:
«Hijos míos».
Enciende un fuego.
Prepara la comida.
No explica,
Alimenta.
Nutre.
El pan es su cuerpo,
las brasas son su cruz.
Sale como el alba
el sabor de la comunión reencontrada.
Uno lo reconoce.
El otro se lanza.
Todos comen.
Todos saben.
Desayuno de la mañana
que después de la noche
repara las relaciones.
El amor no ha terminado.
Es solo el amanecer.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario