Qué ministerio eclesial
Bienaventurados aquellos que personifican el ministerio del que vino a servir (Mc 10, 45).
En las Bienaventuranzas se perfila el rostro del Maestro, que estamos llamados a hacer resplandecer en la vida cotidiana y, por ende, también aquel rostro del ministerio en nombre del Bello y del Buen Pastor.
«Bienaventurados los pobres de espíritu». La autoridad, el poder, las riquezas no aseguran nada. Al contrario, cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos, ni para disfrutar de las cosas más importantes de la vida. Así se priva de los bienes más grandes. Por eso Jesús llama bienaventurados a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, en el que puede entrar el Señor con su constante novedad. Ser pobres de corazón, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los mansos». Es una expresión fuerte en este mundo que desde el principio es un lugar de enemistad, donde se pelea por todas partes, donde hay odio por todas partes, donde continuamente clasificamos a los demás por sus ideas, sus costumbres, e incluso por su forma de hablar y de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y la vanidad, donde cada uno cree tener derecho a elevarse por encima de los demás. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los que lloran». Cuántas veces hemos encontrado personas que lloran. Lamentablemente el mundo nos propone lo contrario: el divertimento, el disfrute, la distracción, el esparcimiento, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira para otro lado cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, encubrirlas, ocultarlas. Se gasta mucha energía en huir de las situaciones en las que se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca puede faltar la cruz. Saber llorar con los demás, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia». La realidad nos muestra cuán fácil es entrar en las camarillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «yo doy para que me den», en la que todo es comercio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan mirando impotentes cómo otros se turnan para repartirse el pastel de la vida. Algunos renuncian a luchar por la verdadera justicia y eligen subirse al carro del vencedor. Esto no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que alaba Jesús. Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los misericordiosos». Jesús no dice “Bienaventurados los que planean venganza”, sino que llama bienaventurados a los que perdonan y lo hacen “setenta veces siete” (Mt 18,22)». Hay que pensar que todos somos un ejército de perdonados. Todos hemos sido mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y agudizamos el oído, probablemente oiremos alguna vez esta reprimenda: «¿No debías tú también tener piedad de tu compañero, como yo tuve piedad de ti?» (Mt 18,33)». Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los limpios de corazón». Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin impurezas, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida nada que amenace ese amor, que lo debilite o lo ponga en peligro. En la Biblia, el corazón es nuestras verdaderas intenciones, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que manifestamos: «El hombre ve la apariencia, pero el Señor ve el corazón» (1 Sam 16,7). Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo, cuando esta es su verdadera intención y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. Mantener el corazón limpio de todo lo que ensucia el amor, esto es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los pacificadores». No es
fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie y que incluye a
todos, sino que integra también a los que son un poco extraños, a las personas
difíciles y complicadas, a los que piden atención, a los que son diferentes, a
los que están muy afectados por la vida, a los que tienen otros intereses. Es
duro y exige una gran apertura de mente y de corazón, ya que no se trata de un
consenso de salón o una paz efímera para una minoría feliz, ni de un proyecto de
unos pocos dirigido a otros pocos. Tampoco se trata de ignorar o disimular los
conflictos, sino de «aceptar soportar el conflicto, resolverlo y transformarlo
en un eslabón de un nuevo proceso». Se trata de ser artífices de la paz, porque
construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y
destreza». Sembrar paz a nuestro alrededor, eso es santidad del ministerio.
«Bienaventurados los perseguidos por la justicia». Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque también hoy las sufrimos, tanto de manera cruel, como tantos mártires contemporáneos, como de manera más sutil, a través de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá bienaventuranza cuando «mintiendo, dirán toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan desfigurar nuestra fe y hacernos pasar por personas ridículas. Aceptar cada día el camino del Evangelio a pesar de que nos cause problemas, eso es santidad del ministerio.
En la memoria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, ministros del Evangelio, ponemos nuestra mirada también en aquellos que han personificado y personifican el ministerio del servicio al Reino en la vida cotidiana, y nos detenemos en el desenlace de su vida (Hb 13, 7).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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