jueves, 4 de diciembre de 2025

Las discapacidades en las guerras.

Las discapacidades en las guerras 

La discapacidad, en un contexto de guerra, no es algo imprevisto. Es uno de los resultados más reconocibles del conflicto, su continuidad en el cuerpo de quienes sobreviven. 

Incluso cuando se obtiene una prótesis, queda una huella que no solo se refiere a la pérdida funcional de una extremidad. La herida modifica la relación con el propio cuerpo, con el espacio, con los demás, y se inscribe en la memoria como una prueba constante de vulnerabilidad. 

Cada amputación es una interrupción del camino, antes incluso de ser una lesión física: un proyecto de vida que se desvía y necesita ser re-imaginado. 

La guerra inserta en ese cuerpo una idea nueva de límite. Un límite que no solo se refiere a lo que falta, sino a lo que será necesario soportar a partir de ese momento para permanecer en el mundo sin sentirse excluido. 

Los lugares de guerra no solo se convierten en escenarios de guerras: se convierten en un laboratorio de discapacidad planificada. Las cifras, cuando finalmente emergen de la opacidad de las guerras, revelan una verdad que ninguna sociedad debería aceptar como inevitable. 

Formular tasas de amputaciones no es manejar un dato estadístico. Significa mirar a toda una generación de personas a las que la guerra ha obligado a negociar continuamente con su propio cuerpo. 

Es decir, personas que ya no pueden moverse en el espacio con la libertad que define la vida: andar sin motivo, tropezar sin consecuencias, caminar sin tener que medir el terreno. Significa personas que se encuentran con barreras por todas partes. Y significa dependencia: de las organizaciones humanitarias, de un sistema sanitario fragmentado, de decisiones políticas muy lejanas. Se trata de personas que viven suspendidas entre lo que su cuerpo estaba destinado a ser y lo que les ha impuesto el conflicto. 

No son estadísticas, pues, sino existencias precarias por una herida que se abre cada día: en el dolor físico, en la falta de autonomía, en la conciencia indeseada de que la normalidad, para ellas, no está prevista. 

En las guerras la discapacidad ha sido y sigue siendo parte de la lógica estructural del conflicto: una consecuencia directa de las explosiones que mutilan los cuerpos y una consecuencia indirecta del colapso total de las infraestructuras que deberían atenderlos. 

En las guerras la mutilación se superpone a la destrucción material. En lugares donde las escuelas, los hospitales, las carreteras y las viviendas han sido arrasadas, la pérdida física nunca es aislada. Se inscribe en un contexto que impide cualquier forma de reparación real. 

Por ejemplo, un niño que ha perdido una pierna no solo necesita una prótesis; necesita un sistema escolar que funcione para seguir aprendiendo, necesita carreteras transitables para llegar a un hospital, necesita una vivienda estable para poder recibir tratamiento todos los días. Todos estos elementos suelen ser extremadamente raros o inexistentes. A la herida en el cuerpo se suma así una herida en el tiempo: la sustracción del horizonte. 

Un niño discapacitado no solo vive la diferencia entre «antes» y «después» de la amputación; vive en la suspensión de un futuro que no está garantizado. Sin cuidados continuos, sin rehabilitación, sin terapia del dolor, sin escuela, sin seguridad, la perspectiva no es la de la curación, sino la de la vulnerabilidad permanente. 

El daño es doble: físico e institucional. No solo se ve afectado el cuerpo, sino todo el sistema que debería sostenerlo. Y esto es lo que define la gravedad de lo que ocurre: cada niño discapacitado es un niño al que la guerra le ha quitado la certeza de tener derechos. De tener protección, asistencia, educación, normalidad... 

En otros lugares del mundo, la discapacidad puede ir acompañada de instrumentos de emancipación; en algunos lugares de guerra, con demasiada frecuencia, coincide con un destino de aislamiento y detención forzosa de la vida. 

En muchos casos, las amputaciones han sido inevitables, pero en otros se han visto obligadas por retrasos en la atención médica, infecciones, falta de anestesia y soluciones de emergencia impuestas por el colapso del sistema sanitario. 

Cuando la guerra amputa, el daño no es temporal: la pérdida de una extremidad establece una nueva condición existencial, marca un antes y un después que rediseña la vida. 

Las heridas y amputaciones causadas por conflictos generan complicaciones a largo plazo, comprometen la movilidad y aumentan el riesgo de patologías asociadas, especialmente en contextos en los que la rehabilitación es incompleta o inexistente. 

Pero la discapacidad de guerra no es solo una cuestión de salud física. La pérdida de una pierna, un brazo, una extremidad —en la distancia entre el antes y el después— interrumpe para siempre la vida cotidiana. 

Si para un adulto significa una reestructuración forzada de la identidad - el trabajo, la autonomía, la dignidad agrícola, artesanal o manual -, para un niño significa el fin de lo que constituye la infancia: correr, jugar, la impetuosidad del cuerpo en crecimiento... 

En lugares donde la destrucción es sistémica, donde los hospitales, las carreteras, las casas, las redes eléctricas, el agua y las escuelas han sido arrasados, la amputación se convierte en una marca permanente. Un niño con una extremidad menos no solo se enfrenta a su discapacidad física, sino a un entorno que no permite el cuidado, la protección y la recuperación. 

La rehabilitación tantas veces es intermitente en el mejor de los casos, las prótesis quizá nunca lleguen, las terapias psicológicas son casi inexistentes, el regreso a la cotidianeidad es un espejismo. Así, la guerra transforma una discapacidad en una condición crónica de exclusión. 

Y hay otra herida, menos visible pero igualmente profunda. Las personas que viven en un entorno que ha optado por normalizar el dolor aprenden pronto que la discapacidad es su herencia. 

Las psicoterapias y las ayudas psiquiátricas, cuando existen, llegan tarde. Las heridas invisibles —miedo, culpa, tristeza, impotencia— se convierten en parte del cuerpo que no se ve. 

En este contexto —físico, social, psicológico— cada amputación se convierte en una sentencia que pesa sobre todo un futuro. No solo sobre el cuerpo individual, sino sobre la comunidad, sobre la posibilidad misma de reconstruir una vida cotidiana que se parezca a una vida. 

Quien sobrevive no es una víctima temporal: es un testigo permanente de lo que la guerra —y la indiferencia— está dispuesta a infligir a la dignidad de las personas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Una Navidad laica.

Una Navidad laica

A veces suelo sugerir a quienes no se confiesan cristianos el poder celebrar la Navidad de una manera laica. 


Y hacerlo, por ejemplo, a través de Hannah Arendt, aquella judía alemana, refugiada y apátrida, exiliada en Estados Unidos de América, recordando una maravillosa página en la que plantea una objeción, aparentemente obvia pero decisiva, a su maestro, el carismático filósofo Martin Heidegger, especialista en pensar verdades terminales...

 

¿En qué consiste la objeción?

 

De acuerdo, observa Hannah Arendt en voz baja, los seres humanos mueren. Por eso Martin Heidegger, y mucho antes que él los antiguos griegos, los llaman «mortales».

 

Pero es igualmente indudable que los seres humanos nacen. Por lo tanto, también podemos definirlos, de manera totalmente legítima, como «natales».

 

¿Parece una verdad incluso banal?

 

Puede ser, pero nadie había pensado en ello antes, de entre tantos filósofos, inclinados a ponerse por encima del mundo y a explicarnos la condición humana desde lo alto de sus agudos y profundos pensamientos.

 

Precisamente esto es lo escandaloso de Hannah Arendt, al igual que de Simone Weil. Ellas se presentan en escena como filósofas «aficionadas», inclasificables, no académicas, aparentemente carentes de rigor, por lo que son vistas hasta con recelo por los círculos institucionales.

 

Pero Hannah Arendt invita a reflexionar sobre el hecho de que en la tradición cultural occidental siempre se ha hecho hincapié en el ser humano como «mortal» y no como «natal», prefiriendo calificarnos tristemente, «sin ennoblecer nunca nuestro comienzo».

 

«El milagro que preserva al mundo, la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y natural es, en definitiva, el hecho del nacimiento».

 

Y la Navidad es precisamente esta fiesta. Es la fiesta de la vida que hay, es la fiesta de lo real, de las cosas, del actuar, del pensar. La Navidad no es una réplica dialéctica de la nada: es su desmentido.

 

Por eso, la atención no se centra en la muerte y la finitud, sino en la capacidad de comenzar y crear algo nuevo. Las personas no somos arrojadas al mundo, sino que nacemos de una madre y, por lo tanto, desde el principio estamos vinculadas a los demás, dependientes del cuidado y de la atención.

 

«No existe forma más concisa y hermosa de expresar la confianza y la esperanza en el mundo que las palabras con las que los oratorios de Navidad «proclaman la buena nueva»: «Un niño ha nacido para nosotros».

 

De todo ello habla Hannah Arendt particularmente en “La vida del espíritu”, su último libro, inacabado, del año 1972 (falta la tercera parte, sobre el juicio, después de haber abordado el pensamiento y la voluntad), donde este carácter «natal» se sitúa en el centro de su reflexión.

 

Hannah Arendt retomaba una idea de San Agustín - objeto de la disertación de su tesis doctoral y una referencia constante en todo su pensamiento -: cada uno de nosotros siente que ha sido creado por otros, sabe que tiene una deuda con su madre, y de ahí nace el amor, y más aún, una gratitud elemental (esa deuda deberá luego fructificar durante la vida, pero incluso después, pidiendo a los demás que no nos olviden).

 

¿Y qué es el nacimiento?

 

Coincide con un comienzo, con el ‘novum’, con el hecho de que, al actuar, siempre iniciamos algo, en cierto sentido nos revelamos así a nosotros mismos y nos convertimos en seres humanos.

 

Para Hannah Arendt, la política consiste precisamente en este «actuar», diferente del trabajar (determinado por la necesidad) o del operar (la fabricación de bienes duraderos por parte del artesano), porque se mueve en el ámbito de la libertad, por lo tanto, más allá de cualquier rutina, más allá de la biología, más allá de los automatismos.

 

Es un actuar público que se traduce en la creación de nuevas relaciones, en el intercambio y el diálogo, en la ciudadanía activa y el compromiso cívico, y no en la gestión o la conquista del poder. Por eso Hannah Arendt quiso adherirse con entusiasmo a la democracia, a la revuelta de Hungría de 1956 y a los movimientos del 68.

 

Cada vez que comenzamos algo, junto con los demás, replicamos nuestro nacimiento, que precisamente fue un nuevo comienzo. El nacimiento es la base de la propia ciudadanía, ya que es dentro de la ‘polis’ donde se nace y se comienza. Respetamos al otro porque él también ha sido engendrado, ha sido creado, igual que nosotros.

 

Me gustaría subrayar una vez más la desarmante simplicidad de esa objeción. Podría haberla hecho incluso un adolescente de quince años, solo intelectualmente audaz y un poco impertinente...

 

Y me gusta compararla con una frase aforística de Simone Weil, otra genial e irreverente mujer. Una frase esculpida y lógicamente convincente, brillante y perfecta como un diamante, para meditar por ejemplo también el día de Navidad, y que por sí sola puede desmontar todo el pensamiento tantas veces nihilista y vagamente pesimista: «Decir que la vida no vale nada y ofrecer como prueba el mal es contradictorio: si realmente la vida no vale nada, ¿de qué nos priva el mal?».


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Las anunciaciones en lo cotidiano.

Las anunciaciones en lo cotidiano

La “Voz” era una diosa. Así lo narraba Homero. Nosotros lo seguimos de forma más prosaica utilizando metáforas: escuchar la voz de la conciencia, escuchar una vocecita, tener voz propia...

 

Si luego se multiplican, es una mala señal: oír voces, voces que persiguen o confunden...

 

El lenguaje capta la verdad con sus metáforas perdurables, y no hay mejor metáfora que la voz para decir que los seres humanos somos íntimos con nosotros mismos: somos una relación entre la vida y lo concreto viviente, un diálogo interior que, si no se cultiva, nos entrega al clamor del mundo, y no sabemos quiénes somos.

 

El pensamiento es, a todos los efectos, una conversación, una relación entre la vida que nos vive y nosotros que la vivimos. Yo soy un «entre yo y yo», donde los dos «yo» no son lo mismo, no son uno el eco del otro, porque si no no sería libre, dubitativo, en búsqueda: no habría ajustes y reajustes entre la vida y la existencia, elecciones, …

 

La vida, que está en mí y que no me he dado a mí mismo, habla y yo puedo escucharla, recibirla, multiplicarla.

 

«Vivir la vida» no es una expresión pleonástica, porque se puede tener la vida sin vivirla, se puede estar vivo pero no vivir. Y depende precisamente de la calidad de la conversación interior, que crea el mundo de cada uno.

 

De la misma metáfora vocal proviene, de hecho, «vocación»: vida que apasiona, que da alegría.

 

En las plantas y los animales es un destino «unívoco», obedecen (de ‘ob-audire’: escuchar atentamente) a una sola voz: el cerezo da cerezas y las abejas miel.

 

¿Y nosotros a quién «obedecemos»? ¿A quién escuchamos? ¿Y cómo escuchar?

 

El tema artístico de la Anunciación es la síntesis plástica de la relación primaria con nosotros mismos.

 

En muchas Anunciaciones, una luz sale de la boca del ángel y llega al oído de María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

 

La vida provoca (llama a presentarse) y el oído acoge: diálogo interior.

 

De hecho, María está representada en silencio (ora, lee, teje...): no hay «voz» sin «capacidad» (apertura, disposición a recibir) para escuchar. No es un eco de pensamientos ya conocidos, sino la llegada de lo nuevo.


La Anunciación es un acontecimiento ordinario para quienes escuchan la vida.

 

El mensajero (en griego: “ángel”) es algo/alguien que nos confirma que la vida está «con nosotros» y que estamos «llenos» de ella de forma gratuita.

 

Pero esto ocurre de manera diferente para cada uno: cada ser vivo recibe la vida de forma irrepetible, la vida se realiza de manera única en cada uno.

 

¿Y cómo sé que esa es la voz de la vida? Por la alegría que provoca, por la acción que inspira: nos llama a vivir más la vida.

 

La vida quiere crear más vida, en nosotros y a través de nosotros, pero solo si capto dónde y cuándo me apasiona: si siento pasión por mi propia vida, entonces me pongo en marcha.

 

Para decir que no amamos, decimos: «no siento nada», pero a veces es solo porque no estamos escuchando. Ha desaparecido el espacio de recepción, del que el silencio es metáfora (porque el silencio no es ausencia de sonido, sino quietud): la «capacidad» (un vacío) de escuchar.

 

Ciertamente, el silencio de un bosque no es ausencia de sonidos, al igual que no lo es el de la lectura: la vida usa sus palabras y habla a quien está en quietud, y no en inquietud.

 

Ese silencio puede ocurrir en cualquier lugar, porque es resonancia: fenómeno físico por el cual algo que produce un sonido hace vibrar otro que tiene la misma frecuencia, pero el segundo no deja de vibrar cuando la fuente cesa, continúa con su propia energía, no es un eco, sino precisamente una resonancia.

 

Esta «conversación» interior no es posible sin una «conversión» interior: debo dirigirme a la vida en mi frecuencia, abrir los oídos, el órgano del «concebir».

 

Un violín canta porque es hueco: tiene la capacidad. Y así, las personas que encuentran su propia voz cantan: en ellas, la vida encuentra espacio y resuena.

 

Las formas del silencio (es decir, cuando permitimos que la vida resuene en nosotros) son «ocasiones» de llamada, como cuando esperamos una llamada telefónica y miramos fijamente el teléfono.

 

También por eso el silencio conlleva esfuerzo, hay que elegirlo: hay que desenredarse del ruido interior (mentiras, miedos, juicios, pretensiones, quejas, chismes, rumores...) que impide que la vida nos alcance, nos fecunde, nos haga entrar en resonancia y recibir el verdadero yo.


Jesús de Nazaret decía aquello de: «Cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mateo 6, 6).

 

La recompensa no es un premio al niño bueno que reza, sino nosotros mismos: Jesús está describiendo la estructura creadora y dialógica de la vida.

 

La habitación con la puerta cerrada es el silencio: cuando finalmente escuchamos la vida - el Padre es quien da la vida - y en esta quietud la recompensa es segura, no es algo que se pida, sino la vida misma que nos alcanza y nos apasiona

 

Van Gogh decía que la pintura era una voz que no podía ignorar, Emily Dickinson no escribía, sino que escuchaba sus poemas de una voz que la sorprendía, Hannah Arendt hablaba de la voz del pensamiento.

 

Pero ¿tenemos este espacio donde la vida se convierte en palabra y nos alcanza, nos ilumina, nos apasiona? ¿O no conseguimos «recibir» porque no escuchamos y siempre hay ruido que nos contamina?

 

Tantas veces no hay quietud, sino inquietud; no hay sonido, sino estruendo; el alma está invadida por la multitud, nunca se está consigo mismo.

 

Una educación para la alegría requiere entrenamiento en el silencio.

 

Un educador sugería que para un niño son fundamentales los 10 minutos desde que sale de la escuela: necesita estar con el adulto en una ritualidad tranquila, sin preguntas, permitiendo el «retorno» a su propia voz, para que luego sea él quien sienta la necesidad de contar.

 

No hay relato sin un primer retorno, pero hoy hablamos, hablamos y hablamos sin haber regresado nunca, hablamos «sin voz».

 

Nosotros, los adultos, somos los primeros que necesitamos espacios de silencio, es decir, de música (de “Musa”): donde la vida resuena en nosotros y nos inspira. ¿Quién es capaz de estar media hora «en silencio», lo que hoy significa «sin teléfono»?


Me decía el mismo educador que un día al mes les da a sus alumnos la tarea de dar un paseo de media hora sin el móvil. Luego tienen que escribir un texto inspirado en lo que más les ha «hablado». Quiere mostrarles así que la inspiración no es más que un diálogo, que en la cámara interior la vida siempre se hace sentir: los ángeles tienen alas porque están en todas partes.

 

De hecho, un balón de fútbol abandonado en un campo de juego infantil habla de una alegría coral. Las rosas recuerdan un diálogo memorable con el ser querido que ya no está. Una librería a la que se acude para refugiarse de la lluvia habla a través de objetos rectangulares llamados libros. Una niña que acaricia a un perro antes de recuperar una pelota que ha acabado cerca del animal narra la armonía entre las cosas del mundo.

 

Hay quien, sin auriculares, ha «sentido» que la lluvia es una banda sonora capaz de lavar pensamientos y miedos. Y también el peinado de un transeúnte o una hoja atrapada en un limpiaparabrisas cantan cuánto mundo hay en el mundo, cuánta música en el silencio, cuánta gracia en lo cotidiano.

 

De ahí viene la alegría que nos falta: poder sentirnos como en casa incluso en plena aventura.

 

Nos apasionamos por la vida cuando la vida se «siente» en nuestra frecuencia, y el ser vivo que somos cobra vida. Es una de las benditas paradojas de la existencia: solo cuando recibo, me recibo; solo cuando escucho, encuentro mi voz.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Las Iglesias cristianas ante Gaza.

Las Iglesias cristianas ante Gaza

Todos parecen estar de acuerdo en que también para las Iglesias cristianas, para el judaísmo, para el diálogo interreligioso, hay un antes y un después de Gaza.

 

Durante dos años, la tragedia se ha consumado ante los ojos de un mundo y una política internacional en parte impotentes, en parte (los Estados Unidos de América de Donald Trump) decididamente cómplices de la matanza perpetrada por Israel tras la masacre del 7 de octubre de 2023.

 

El propio Donald Trump logró imponer una tregua: precaria y muy ambigua, pero una tregua al fin y al cabo, que incluso las Iglesias acogieron con mucha cautela, pero constatando la disminución del número de víctimas de la furia desatada por el Estado de Israel.

 

Porque hay que decirlo, con gran dolor (al menos para quienes siempre se han considerado amigos de Israel y fervientes defensores de su derecho a existir): Benjamin Netanyahu no ha actuado solo.

 

¿Qué pueden hacer las Iglesias cristianas ante las ruinas de Gaza, los muertos, la violación de todos los derechos internacionales y el triunfo de una política brutal, incluso cuando arranca fragmentos de tregua?


Las Iglesias, ante todo, rezan.

 

En este trágico escenario hay buenas razones para privilegiar la oración silenciosa de la que habla Jesús (Mateo 6, 6), frente a las manifestaciones espectaculares organizadas por un líder o un lobby religioso, con otros y otras como comparsa.

 

Siempre, y en cualquier caso, es esencial que haya oración, porque la Iglesia no puede renunciar a gritar a su Señor su angustia y su desorientación.

 

En segundo lugar, las Iglesias cristianas pueden ayudar.

 

En este sentido, cuentan con una experiencia secular, con estructuras organizativas probadas y, aún hoy, con una discreta capacidad para recaudar fondos. Su intervención, naturalmente, no pretende ser decisiva, pero puede ser relevante y ecuménica.

 

En realidad, aún no sabemos cuándo llegará la hora de la reconstrucción, pero en cualquier caso no será mañana: con todo no puede dejar de llegar. Estará cargada de esperanza, pero a su manera también será terrible, porque estará habitada por una inmensa miseria y atravesada por el odio, el terror desconfiado y un duelo que no parece extinguible en tiempos históricos.

 

La labor de las Iglesias no será inútil. Por supuesto, tampoco podrá presumir de quién sabe qué inocencia o pureza: nadie está fuera de la Historia y, en esta Historia, nadie está libre de culpa.


Por último, las Iglesias pueden contribuir a la lucha contra el antisemitismo y el antiislamismo.

 

Es demasiado evidente, por supuesto, que su historia no les da credenciales particularmente autorizadas, ni en un frente ni en otro. Pero en las últimas décadas, al menos en algunos ámbitos cristianos, algo ha sucedido y se han sentado bases significativas para un futuro diferente.

 

La comprensión teológica cristiana de Israel ha cambiado profundamente y, en algunos aspectos, se ha invertido, hasta el punto de determinar el inicio de un replanteamiento global de la autoconciencia de la Iglesia.

 

Primero Karl Barth y luego el Concilio Vaticano II proporcionaron impulsos teológicos que están empezando a dar frutos: aún modestos, pero que van más allá del ejercicio académico.

 

La incompatibilidad entre la fe en Jesús y el antisemitismo es algo que todo cristiano consciente ha asimilado; puede coexistir (por desgracia, es necesario reiterarlo) con la crítica, incluso dura, no solo de la política del Gobierno israelí, sino también de la ideología aparentemente dominante en ese país.

 

En cuanto al antiislamismo, las Iglesias cristianas están comprometidas en dos ámbitos en particular.

 

Uno es el del conocimiento de la pluralidad y la riqueza del Islam, contra las simplificaciones burdas; el segundo, más visible, es el encuentro concreto con las personas musulmanas que viven en nuestro país o transitan por él, con el compromiso social que ello conlleva y que no siempre encuentra consenso social.

 

Oración, solidaridad, sensibilización: algunos dirán que no es mucho y que no cambia el equilibrio de la política mundial. Pero es el reto del presente, más allá de las palabras.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La Inmaculada Concepción: el gesto inmaculado y ruborizado de un “sí”.

La Inmaculada Concepción: el gesto inmaculado y ruborizado de un “sí”

Más allá de las palabras del dogma que se engañan a sí mismas creyéndose exactas y solemnes por el mero hecho de estar redactadas en las salas del Vaticano, más allá del miedo a tener que hablar del Evangelio sin una página que al menos describa el misterio de la Inmaculada Concepción en cuestión, me convenzo por afecto de acercarme de nuevo a la Inmaculada Concepción...

 

Y elijo abrir la nube de la memoria en mi ordenador. He acumulado muchas páginas, basta con escribir «Inmaculada», y desde el vientre depositado en algún desierto americano… me aparecen mis inciertos intentos de comentario ... en mis Dropbox y OneDrive...

 

¿Qué he dicho sobre la Inmaculada Concepción en estos años?


Inmaculado no es lo puro, sino lo verdadero

 

Es que todo se mueve entre el silencio cotidiano y la soledad más dramática. Es que siempre te sientes un poco fuera de lugar cuando intentas entrar en el hogar de Nazaret durante la visita del ángel. Todo se sostiene agarrado a hilos de seda invisibles y delicados. Alrededor no hay la solemnidad del Templo, sino la solemnidad de lo cotidiano: el silencio de una joven que, con un hilo de voz, borda temblorosa su presencia ante Dios. Y entonces nuestra presencia resulta incómoda incluso para nosotros mismos.

 

El Evangelio no se deja dominar. Siempre ocurre en esa habitación de antiguos y divinos anuncios. Siempre sucede de puntillas. No solo existe lo que está escrito. El vicio de querer confiar solo a la palabra el sello de lo real. Entre líneas, no dudo del Encuentro, sino de su modalidad. Que la Virgen fuera Inmaculada es solo una cuestión de interpretación. Empiezo a cuestionarme a mí mismo. Y conmigo, mis conceptos.

 

Y salgo de puntillas dejando a María en una casa y a un ángel alejarse. Salgo de puntillas pidiendo a Dios que nos haga intuir que también nosotros estamos llamados a bailar y a buscar. A bailar con el Dios de la alegría y a buscarlo, a Él que está con nosotros y nos espera. Un baile con Dios.

 

Inmaculado es una hoja en blanco, una conciencia nueva, un campo nevado aún sin pisar. Inmaculado es una mirada infantil, el proyecto antes de su realización, un mantel esperando a los invitados. Inmaculado en nuestro imaginario, es una palabra que precede a la vida real, anterior a los mecanismos de la vida. Es un blanco vacío y frío. No es una palabra de carne, sino una palabra de puro espíritu.

 

María Inmaculada no parece una mujer real, es algo puro y etéreo, anterior a la vida real. Inmaculado es una palabra antipática, sabemos que no dura, traiciona proyectos demasiado nobles. Es el instante de la victoria de la perfección sobre todas nuestras debilidades, un instante, precisamente. Nosotros no somos inmaculados. Ni siquiera recordamos si alguna vez lo hemos sido.

 

Inmaculado no tiene sabor, perfume ni memoria. Inmaculado, tal y como lo entendemos nosotros, no existe. Instante enterrado en el sueño incognoscible de Dios.

 

Y es que buscamos en el lugar equivocado. Buscamos lo intacto antes de la herida, lo blanco antes de la suciedad, lo limpio antes del polvo. Buscamos en el lugar equivocado, buscamos en el pasado. Como si la historia fuera una lenta degradación, una suciedad que se acumula, un polvo que se deposita.

 

Quizás por eso Dios busca a María, la Inmaculada, entre calles polvorientas y hedor a animales, entre tiendas y verduras al sol y virutas de madera. En los suburbios de un pueblo y no entre los vapores de incienso del Templo. Inversión de la tendencia divina: lo inmaculado no es lo puro, sino lo verdadero. Lo inmaculado no hay que buscarlo en el pasado, sino en su declinación futura. Lo inmaculado es fruto de un camino en el tiempo, no una huida hacia un pasado inalcanzable.

 

A Eva también se le hizo la misma promesa: «Serás madre de todos los vivientes», pero en aquellos tiempos era un amor sin reciprocidad, en aquellos tiempos solo Dios no traicionó el amor, en aquellos tiempos el amor seguía siendo un asunto privado de Dios, el hombre sufrió y padeció esa elección: una elección preciosa porque permitió al Creador romper la espiral del odio, de las acusaciones y del pecado.

 

Pero aquél no era amor de relación. En medio hubo éxodos, tierras prometidas y profetas, en medio hubo exilios y tiendas y arcas y templos. En medio hubo la historia de la salvación. Hasta el día en que la salvación definitiva se hizo historia. Gracias a una mujer enamorada y sin miedo al amor de Dios.


Inmaculado es el futuro

 

Inmaculado no es el pasado, ni el presente, sino el futuro. Pienso en los tiernos recuerdos de la infancia, y me convenzo de que realmente es así, es el tiempo el que hace inmaculados algunos recuerdos, sin duda aquellos recuerdos atravesados por el amor.

 

Dogma del tiempo que se vuelve inmaculado porque se purifica, de quienes se aman se retiene el gesto transfigurado, lejos de los inevitables malentendidos, al abrigo de la cotidianidad que a menudo parece saber hacer mediocres los días, lo que queda es el gesto inmaculado en su intención. Pero eso se descubre después, al final.

 

Quizás esto es lo que significa el dogma de la Inmaculada Concepción, que al final, después de todo, de María quedó intacto el gesto inmaculado de un «sí». Que seguramente no había comprendido en toda su explosividad, pero que, con el paso de los años, aparecía como el corazón incandescente de su amor por la historia. Al fin y al cabo, los Evangelios se escriben después. La concepción se vuelve inmaculada con el tiempo.


El amor que hace inmaculadas las relaciones

 

De la Concepción Inmaculada de María yo salvo la confianza. La confianza en el amor. Solo el amor es dogmático, el que hace inmaculadas las relaciones. Lo inmaculado nunca es la predisposición humana, sino la obsesión divina de amor por su criatura.

 

En nuestras reflexiones a veces falta una reflexión sobre el pecado original. Sin embargo, el dogma quiere parar ahí, que María estaba exenta. No lo entiendo. Pero a veces nos enredamos en los conceptos de la castidad, de la pureza, de la virginidad (quizás porque sus contrarios nos parecen siempre, erróneamente, poco inmaculados).

 

María, mujer de la espera,

ayúdanos a aprender de ti el gusto de la virginidad,

que es amor ardiente por la vida,

que es deseo de abrazarla, la historia, para fecundarla en la vida.

Ayúdanos a aprender a confiar en la promesa.

Que es aprender el gusto de Dios, de la cotidianidad con Él.

Ayúdanos a no tener miedo a los lazos,

que no son ataduras que aprisionan,

sino el único paso posible para que

el amor se convierta en vida.


Inmaculada es toda carne que no se esconde detrás de teorías

 

Tantas veces la Iglesia se enreda y se pierde en un intelectualismo… siempre estéril. Se usa el término «antropológico» con una frecuencia pasmosa, vergonzosa.

 

La Iglesia tiene miedo del hombre verdadero. Porque lo humano es visceral e instintivo y soporta mal las categorías y las inmaculadas teorías teológicas. El ser humano verdadero es el que huele mal y se equivoca, decepciona y hiere, el que no obedece a nuestros esquemas pastorales, el que se mantiene alejado de nuestros círculos y de nuestras liturgias, el ser humano que se atreve a quedarse fuera de nuestras categorías antropológicas.

 

El Amor que se encarna, pero que se encarna de verdad, a riesgo de perderse, es más fuerte que el pecado. Inmaculada es toda carne que no se esconde detrás de teorías.


El amor inmaculado es estar siempre en manos ajenas

 

Son otros los que nos han salvado. Creo que esto también tiene que ver con la Inmaculada Concepción, ojos que ven el corazón, un corazón que es amable mucho antes que las acciones, antes que el papel de la función o del rol.

 

El Corazón de María no es, por tanto, un corazón perfecto por algún privilegio divino, sino un Corazón Inmaculado porque se ha dejado moldear dócilmente por la existencia.

 

Después de esa loca elección de Dios, después de comprender que ni siquiera el Hijo forzaría las decisiones humanas. Después de comprender que el amor siempre duele... porque expone y hiere. Porque es un asunto radical de toda una vida. Porque es todo o nada. Porque transfigura. Porque transforma. Porque es estar siempre en manos ajenas.

 

Como aquel día en que el Creador, como amante clandestino, se coló en el corazón de una mujer para arrancarle el «sí» que cambiaría el perfil del mundo.


Inmaculados en todas las distorsiones que aún llevamos con nosotros

 

Que la solemnidad de la Inmaculada Concepción nos permita convertir nuestra mirada de todas las distorsiones que aún llevamos con nosotros.

 

Distorsiones del rostro de Dios, del hombre y de nosotros mismos. Distorsiones que nos convierten en personas asustadas y perdidas, a menudo enfadadas y violentas. Distorsiones que solo se curan fijando la mirada en Jesús y comprendiendo en profundidad su estilo.

 

Y cuando nos parezca demasiado difícil cambiar nuestra mirada, recordemos que «nada es imposible para Dios», es decir, que el Amor, solo el Amor, lo hace todo posible, incluso la conversión más difícil, la nuestra.


Inmaculada es la vida que no pierde el tiempo buscando culpables, sino que ama

 

Vivir de forma inmaculada es tener en el corazón la experiencia de un Amado que, inexplicablemente, elige estar con nosotros. Y no hay mérito, solo asombro. Inmaculada es la vida que no pierde el tiempo buscando culpables, sino que ama. Solo ama. Hasta dar la vida, desnuda, frágil y hermosa, sin culpa.

 

La vida no es inmaculada porque sea pura, sino porque es honesta, verdadera, sincera. Incluso descarada. Benditas sean las tormentas que dispersan las falsas imágenes que tenemos de nosotros mismos.

 

El dogma de la Inmaculada Concepción es quizás esta mirada verdadera sobre la vida. María no era inmune a nada, era mujer, verdadera y dispuesta a ser atravesada por las inclemencias del tiempo, y esa visita angelical, cualquiera que fuera su forma, fue solo el comienzo de un itinerario duro y áspero. María es una mujer que resistió aferrada a la tierra del Calvario, fiel a una tierra manchada con la sangre de su Hijo.

 

¿Cómo puede estar viva una vida sin mancha? ¿Cómo podemos imaginar la vida de María sin mancha? ¿Obligada a una perfección aburrida? ¿Pero perfección con respecto a qué? ¿A las reglas religiosas de la época? ¿Pero si luego el hijo de la Inmaculada dirá que ha venido por los enfermos? ¿Pero si el fruto de la Inmaculada se enfadará precisamente con quienes se esfuerzan cada día por no caer en el pecado? ¿Cómo creer en un Dios que, para que su Hijo nazca en el fango de lo humano, prepara, no se sabe muy bien cómo, un espacio sin sombra de maldad? Y además, ¿qué es el pecado original? Uno se pierde. A mí me gustan las manchas. Los niños se manchan comiendo chocolate. Prefiero un Dios que come chocolate a una divinidad sin manchas.

 

Siempre permanece verdadera para mí la idea de la inmersión del Hijo en las miserias del mundo. Más que chocolate, el mundo y la historia eran y son lodo, eran y son arenas movedizas en las que es más fácil perderse que encontrarse. Y además, ¿qué es el pecado original?

 

Esta es la pregunta clave que finalmente surge y que sirve para permanecer en el dogma de la Inmaculada Concepción. Durante años he dicho que el pecado original es que el origen de todo pecado es la acusación, el buscar siempre un culpable, el no saber asumir las propias responsabilidades.

 

Adán culpa a Dios y a la mujer, Eva culpa a la serpiente, y el paraíso se desvanece. Jesús perdonará desde lo alto del árbol de la cruz. Sin culpar. Solo perdonar. Y así puede incluso sostenerse erguido en la cruz.


         María, tú no lo buscaste.

No tenías esterilidad por la que llorar,

ninguna necesidad de Él.

 

Con la violencia propia de los silencios,

fue Dios quien tomó

la iniciativa.

 

Caminó en tus ojos

vírgenes,

incapaces de defenderse

 

Tomó entre sus manos

tu promesa,

pero te moldeó como su esposa.

 

Como si hubiera

un mundo que rehacer

un paraíso que modelar.

 

José tal vez se aferró

a su nombre,

fiel al jeroglífico de los sueños.

 

Fuera nadie se dio cuenta,

tal vez solo los animales

levantaron por un momento

el hocico del pesebre.

 

El ángel te concedió la alegría,

el umbral no opuso resistencia,

te llenó de gracia

y te ató fuertemente a Su fidelidad.

 

Pero tú no lo habías buscado.

 

Perturbada, no entendías el sentido

de tanto derroche divino,

de su molestia por ti

 

Conmocionada,

escuchaste el nombre de un Hijo

que Su amor ya había decidido hacer nacer

en un vientre repentinamente incandescente.


Pero quizás,

María,

esto y solo esto

es la fe:

sentirse parte del acontecimiento de la vida.

Ser fieles al aliento ininterrumpido del cosmos.

 

Quizás esta es la fe,

el derrumbe de la gracia,

dejarse traspasar por el milagro.

 

Quizás esta es la fe,

la vida que ocurre en nosotros,

el perfil de un Dios demasiado incómodo,

la invasión de la Vida en un corazón

que no puede decir Sí

ni siquiera

para no ofenderlo.

 

Creer es no ser descortés

con este Dios repentinamente

tan descaradamente íntimo.

 

Así te siento cerca

María,

compañera sencilla

abrumada por el Misterio.

 

Te habrías conformado con mucho menos

pero al final, ¿qué quieres decirle

a este Dios que ahora sientes en todas partes?

Aquí estoy, estoy aquí,

Tú lo sabes.

¿A dónde quieres que huya? ¿A quién quieres que vaya?

Si te impidiera respirar en mí

yo no sería nada.

 

Aquí estoy,

pero no me pidas que invente respuestas,

confórmate con mí,

haz que tu palabra se haga realidad en mi carne,

habla Tú. Yo seré la escucha.

El espacio para tu imaginación.

 

Solo soy una sierva.

Tú lo sabes.

No sirvo para nada si tú no estás.

 

Pero desde ese día

en cada cosa viva

siento temblar el ala de un ángel

 

que emprende el vuelo,

que se aleja,

que vuelve a casa.

 

Desde ese día

no espero otra cosa.

Solo que Tú me recojas.

No tengo dudas:

no soy yo quien te ha buscado.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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