La mirada de la persona del Adviento
«No importa lo que estés mirando, sino lo que eres capaz de ver» - Henry David Thoreau -..
Hay una entre mirar y ver: mirar es la acción de prestar atención a algo o a alguien, pero no va más allá. Ver (del latín ‘vĭdēre’) significa comprender, intuir, entender, darse cuenta de lo que nos rodea…
¡Cuántas personas «miran» pero en realidad no consiguen «ver» nada! ¡Cuántos aman mirarse al espejo, pero no se ven a sí mismos y van más allá de su apariencia!
En esencia, para mirar basta con los ojos, pero para ver se necesita la visión.
Seguramente este pensamiento se puede aplicar a numerosos aspectos de nuestra vida.
¿Tenemos la capacidad de ver más allá?
La persona del Adviento ve lejos. Su mirada se pierde en
el tiempo y en el espacio.
Nada es tan sencillo como parece. Para comprender bien hay que saber ver a lo lejos. A lo lejos, donde llega la visión del hombre y de la mujer del Adviento, con la capacidad de ver más allá.
Y así, la mirada aguda de los profetas del Adviento nos enseña algo que no es tan fácil de comprender: la vida está brotando de la muerte y la luz, tantas veces pábilo tembloroso y vacilante, brilla en la oscuridad.
La persona del Adviento se caracteriza por ser hombre y mujer de mirada penetrante, aquel a quien le cae y se le quita el velo de los ojos.
La mirada de la persona del Adviento sabe percibir lo que otros no ven, sabe sentir lo que está más allá, o lo que habita en la profundad de lo real, y sabe percibir los matices más íntimos y verdaderos de lo que ocurre y de lo que está por suceder.
La suya es una mirada que se ha vuelto aguda y penetrante gracias al amor.
Y es que todo es cuestión de una mirada.
Se puede ver e intuir más de lo que parece, si se sabe percibirlo interiormente. Una cuestión de mirada, pero más aún de emociones a las que dar espacio, por las que dejarse llevar. Una cuestión de visión, podríamos decir, y de sentir.
Tantas veces lo que vemos depende de lo que sentimos. No es lo que simplemente está ante nosotros, en una extrañeza que nos deja indiferentes, sino lo que nos involucra, nos implica; lo que sabemos llevar dentro de nosotros, en lo que nos sumergimos y por lo que nos dejamos atravesar.
Esto es válido para las situaciones cotidianas y, más aún, para lo que llena nuestra existencia determinando su curso, para las relaciones y los afectos, para las elecciones que dan forma a la vida, para lo que nos sucede, para la historia que compartimos con otros allí donde estamos, para lo que sucede en el mundo en un lugar lejano pero en realidad muy cercano, que nos permite dejarnos conmover.
Es una cuestión de mirada y de un sentir que puede ayudarnos a ver, a ir más allá de la mirada.
Se trata entonces de preguntarse «¿qué ves?» (cf. Jr 1,11); ¿qué vemos, cuánto conseguimos ver, sentir la vida en nosotros y a nuestro alrededor?
Es la pregunta que resuena continuamente en la Escritura y en el Adviento.
Es la pregunta que se hace a los profetas y al centinela en la noche.
Escudriñar el horizonte, la novedad que se avecina, solo es posible si la mirada se sumerge en lo que experimentamos cada día, si aprendemos el arte del ‘intus legere’, que es inteligencia, pero que es ante todo sabiduría de vivir, capacidad de percibir su sentido y su sabor, de dejarse sorprender, y a veces trastornar, pero también permitir que nos conmueva y rompa nuestras rígidas estructuras de defensa, derribe los muros de la indiferencia.
Es la visión de Isaías y de Juan el Bautista que desbarata los esquemas de lectura habituales y que en lo cotidiano invita a reconocer el Reino de Dios que viene. Allí donde no se esperaría encontrarlo.
Es una invitación a no quedarse en la superficie, a no dejar que nuestra mirada sea capturada por la parcialidad, el prejuicio, la lógica del dominio o del control.
En una llamada provocativa a ver la cotidianidad, en los gestos más pequeños guiados por la costumbre, en las fatigas y los sufrimientos de la vida, en los momentos de fiesta y de vínculos recuperados.
El Adviento es tiempo de alimentar una mirada que sepa proyectarse hacia adelante, capaz de captar el devenir y, por lo tanto, capaz de imaginar una vida diferente, de intuir y de poner nombre a los brotes de los nuevos cielos y la nueva tierra.
Es precisamente una cuestión de sueños y de visiones, de recuperar una mirada que sepa mirar lejos porque sabe profundizar, que sepa liberar la fuerza utópica y constructiva ya presente en cada futuro, en el fondo de momento y en el horizonte de cada esperanza.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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