miércoles, 23 de abril de 2025

Ante un mañana eclesial incierto tras la muerte del Papa Francisco.

Ante un mañana eclesial incierto tras la muerte del Papa Francisco 

Se sabía que el Papa Francisco no estaba bien, pero se creía que estaba mejor habiendo multiplicado sus apariciones en público y todos estábamos como convencidos de que se encaminaba hacia una recuperación lenta. Nadie podía imaginar encontrarse con una noticia así en una mañana tranquila de lunes de Pascua. Y, sin embargo… 

En el fondo, la misma sorpresa ante la noticia es consecuencia directa de la esperanza que se había generado en los últimos días. Cuanto más se esperaba ayer, más sorprendidos y decepcionados estamos hoy.  Así que me encontré pensando en lo que significa para mí, para nosotros los creyentes, esta muerte y esta coincidencia. La enfermedad del Papa había puesto de manifiesto su fragilidad, que era previsible, sin duda, dada su edad y sus dolencias. 

Pero, a pesar de todo, algunos de nosotros habíamos relacionado la fragilidad del Papa enfermo con la fragilidad de la Iglesia. Una simple coincidencia, sin duda, pero significativa: también la Iglesia, de hecho, adolece de no pocas y diversas debilidades: desde los escándalos de pedofilia, hasta la dificultad de hablar a los hombres de hoy, sobre todo a los jóvenes, pasando por los muchos aspectos anticuados de la liturgia, la catequesis, la propia teología... Y luego, la disminución del número de presbíteros y la secularización rampante... Cada uno tiene su lista y las muchas listas son, a su manera, signo de las no pocas debilidades de la Iglesia. De algún modo, la Iglesia débil y el Papa débil se remiten mutuamente. 

A esta dolorosa coincidencia se sumaba una segunda: el Papa Francisco murió el lunes de Pascua. «Lunes de Pascua» es el término que nuestras costumbres sociales atribuyen al lunes después de Pascua, que está relacionado, por ejemplo, en donde yo vivo, con las excursiones y las distracciones primaverales... 

Pero, para la Iglesia de la que Francisco era Papa, el segundo día de Pascua es, en cierto modo, todavía Pascua. «Solemnidad con octava», reza el calendario litúrgico. Es como si la fiesta pidiera una prolongación significativa en el tiempo: ocho días de fiesta. Si el misterio de la Pascua es tan vasto y profundo que no son suficientes los siete días de esta semana para meditarlo y profundizar en él, los ocho días después de Pascua deben considerarse como un único día de fiesta. 

Ahora bien, la muerte del papa Francisco se produjo poco después del Domingo de Pascua, a primera hora del lunes, en plena «octava», en plena Pascua, en cierto modo. Es otra coincidencia. En todo caso, hay que señalar que las Iglesias cristianas celebraron primero la muerte del Señor y luego su resurrección. 

El Papa Francisco celebró primero la Pascua y luego tuvo que enfrentarse a la muerte. También sobre esto se puede «interpretar», si se quiere. Quizás para afrontar el doloroso misterio de la muerte es necesario saber primero que la muerte ha sido vencida. Esto para el Papa Francisco. Ciertamente es lo que hay que desear para cada mujer y cada hombre que, como el Papa Francisco, y a su modo y manera cree en la «Buena Nueva» de la Pascua. 

A la luz, pues, de la Buena Noticia de la Pascua, también es oportuno reflexionar sobre el alcance y el valor del pontificado del Papa Francisco. Aunque aún es pronto, demasiado pronto, para análisis exhaustivos. También en este caso, el tiempo dirá que es la forma ‘laica’ de aquel Dios dirá. No siendo la mía una voz experta para analizar, valorar, …, la transcendencia - más allá de las legítimas emociones de empatía, simpatía, - del Papa Francisco, sí hay un punto que quiero traer a colación.

El Papa Francisco sin duda ha tenido muchos méritos: el énfasis absoluto en la misericordia, la defensa continua de los migrantes, la lucha incansable contra el clericalismo, el lanzamiento de la sinodalidad, la reinterpretación de la ecología en la espiritualidad cristiana,..., y que hay que destacaro con razón, quisiera subrayar un aspecto del papa Francisco que está detrás de muchas de las acciones por las que será recordado: el de "iniciar procesos".

El Papa Francisco ha tenido el mérito de barajar las cartas del catolicismo, empezando por deconstruir su propia imagen «sagrada», tanto de forma explícita (la elección de su residencia y su vestimenta). Este ha sido el telón de fondo que ha permitido destapar una verdadera caja de Pandora y ha arrastrado consigo la crisis posterior de muchos otros aspectos —hasta ahora considerados intangibles, «renunciables»— del catolicismo como religión. Ha sido como la piedrecita que pone en marcha un alud, y es comprensible que esto haya resultado indigesto o incluso inaceptable para no pocos  creyentes, desde los laicos hasta los cardenales. La obra del Papa Francisco ha sido desestabilizadora de certezas y seguridades, a veces objetivamente accesorias o puramente formales, pero otras veces consideradas parte integrante del contenido de la fe. Porque, cuando se «inicia un proceso» de este tipo, no es posible saber si, cuándo y dónde se detendrá...

Y, sin embargo, era un proceso necesario. Era necesario empezar a derribar ciertos muros, que dan seguridad pero también encierran al cristianismo en ambientes ya asfixiados. Era necesario sembrar dudas donde solo crecían certezas y «verdades». En definitiva, era necesario empezar a desmontar ese aparato religioso que aprisiona el mensaje de Jesús en un sistema que a menudo lo contradice. ¿Se trata de un movimiento que acaba de empezar?

No se me escapa que una parte de su popularidad «externa» y de su impopularidad «interna» en la Iglesia se debía precisamente a su papel de rompedor de moldes; los no clericales, de hecho, lo sentían alejado de los aparatos sagrados y cercano a una visión más laica de la espiritualidad, mientras que los clericales no soportaban los golpes asestados al castillo bien construido y ordenado en el que se reconocían y en el que se apoyaban. Sin duda, el Papa Francisco era consciente de que el proceso que había iniciado era «peligroso», en el sentido de una deconstrucción del cristianismo como religión; y, sin embargo, consideró que era justo hacerlo.

He tenido, pues, la sensación de que, durante estos años 12 años de su pontificado, el Papa Francisco ha iniciado algunos “procesos” que han quedado seguramente abiertos. No sé si también delberadamente abiertos. No soy exhaustivo, pero sí señalo algunos de ellos de diversa índole: la liturgia no está en venta y no es opcional; la caridad precede, la doctrina sigue (y la caridad se mantiene incluso cuando la doctrina no está clara); el sur del mundo debe tener más peso (y es necesario elaborar una reflexión adecuada de estos derechos; se debe reconocer a las mujeres su plena dignidad; hay que invertir la pirámide de la Iglesia; etc. 

Está por ver, y ésta es una tarea que corresponde ahora a la Iglesia, qué reflexiones y qué decisiones en el horizonte de la sinodalidad - porque éste es decididamente el estilo que el Papa Francisco ha querido para la Iglesia del futuro -, se realizan para que estos procesos que se han iniciado, y que han permanecido abiertos, y, por lo tanto, no completos ni agotados, se elaboren y se estructuren. 

Solemos decir que Francisco no era formalmente teólogo como, por ejemplo y sin ir más lejos, su predecesor el Papa Benedicto XVI. Si esto fuera así, no por ello habría que deducir que el Papa Francisco no haya hecho teología. En realidad, su profecía de hombre, creyente y pastor, de argentino y de jesuita, le ha dado un lenguaje teológico original, que ha estructurado su pensamiento y sus intervenciones en gestos y palabras. 

De todo ello, como es evidente, se desprende un «estilo teológico» —de eso se trata— que obliga a la teología a cambiar de estilo, a entrar en un nuevo paradigma. Si aplicamos el esquema del «Papa no teólogo», corremos el riesgo de caer en la trampa de aislar la teología de los sentidos, de los sentimientos, de las emociones, de las formas, de la estética, de la política, de… Y seguramente esa lejanía hasta sería un engaño, una trampa. 

No creo que el Papa Francisco haya renunciado a la teología, sino que ha invocado que la teología se sumerja en los lenguajes de la vida, como es su vocación más original. Su pasión por la vida y por la literatura se transparentaba en los neologismos, en las imágenes, en los pasajes sorprendentes de sus textos más elevados. 

También en este aspecto el Papa Francisco ha sido un hijo del Concilio Vaticano II: de los grandes textos de ese Concilio ha extraído la «autoridad del estilo». Porque el Concilio Vaticano II fue ante todo un acontecimiento de «estilo», de lenguaje, de imágenes y de imaginario. No sé, y esto es no solamente una duda sino una preocupación y un temor, si comprendido por una parte de nuestros pastores. 

El cambio de estilo, de imaginario, de lenguaje, …, lo habíamos vivido en el Concilio Vaticano II, pero aún no en un papado. Al menos, no como en éste. Con el Papa Francisco, un Papa ha comenzado a hablar, en muchos casos, con el lenguaje, con las imágenes, del Concilio Vaticano II. Y, al menos algunos de nosotros, hemos reconocido que el Papa Francisco hablaba un lenguaje diferente al de muchos otros papas, y que lo hacía con una audacia y frescura conciliares que casi habíamos olvidado. Esto ha sido y es un acontecimiento teológico. Y éste es un acontecimiento de estilo a su manera irreversible. Porque tan irreversible como lo fue el Concilio Vaticano II, es el hecho de que el papado futuro hable con este estilo. 

Un Papa que se deja instruir no solo por las palabras del Concilio Vaticano II, sino por su «estilo», comprende como una tarea la necesidad de inaugurar procesos, de salir a las periferias, de superar la autorreferencialidad centrífuga. 

Esto significa, teológicamente, reconocer que la Iglesia tiene autoridad sobre su propia Tradición y que aún puede, como escribía el Papa Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II, distinguir entre la sustancia de la antigua doctrina y la formulación de su revestimiento. O, dicho de un modo más plástico, significa admitir que el pasado no es ante todo un escudo o una espada con la que enfrentar el presente y vencer al futuro. 

La palabra nueva, que el Papa Francisco ha retomado del Concilio Vaticano II, es que la Iglesia en materia de liturgia, doctrina, sur del mundo, mujeres, estructura de la Iglesia, tradición, …, para ser fiel precisamente debe saber cambiar. 

En este punto, es cierto que iniciar procesos es una cosa, y hacerlos avanzar realmente es otra. Y aquí estará a mi modo de ver el ‘quid’ de la cuestión de esta Iglesia que tantas veces se mueve de manera pendular, es decir, entre la indecisión y la centralización. 

Dicho con otras palabras, los procesos exigen cambios estructurales e institucionales. Porque, si no se hacen, el proceso da vueltas en vacío. Se trata de un punto muy delicado, en el que el proceso que se inicia debe ir acompañado de la forma institucional y estructural adecuada para continuar. 

Y creo que este aspecto ha marcado transversalmente todo el pontificado del Papa Francisco, desde la liturgia hasta la familia, desde las mujeres hasta el sur del mundo, desde la forma sinodal hasta la promoción de la paz. Sí, siempre desde la distancia en la que yo me encontrado, uno tiene la sospecha de que una cierta «desconfianza» hacia las formas institucionales ha marcado todo el pontificado… 

La audacia del Papa Francisco tal vez se ha referido más al corazón de la institución que a las estructuras propiamente tales de la institución. Sin embargo, los procesos exigen ambas dimensiones: corazón y estructuras - alma e institución, espíritu y organización -. Y ésta va a ser una tarea, no me atrevo a decir ni la única ni la más importante, de la Iglesia de mañana o de pasado mañana acompañada por el nuevo Papa. 

Sí, todo lo esto lo pienso y lo escribo con una dosis de preocupación y temor en el ámbito de la Iglesia universal y más al alcance de la mano en las Iglesias Locales… Lo decía en otro momento de mi reflexión. Mi duda y mi temor de que los pastores hayan hecho realmente suyo el estilo y el imaginario del Concilio Vaticano II, más allá de citas de expresiones y palabras conciliares. Mi duda y mi temor de que los pastores continúen, en un caso, o emprendan, en otro caso, aquellos cambios estructurales e institucionales que requieren los procesos iniciados por el Papa Francisco.   

En el Papa Francisco yo he encontrado, también, dosis de audacia, de inquietud, de emoción, de frescura, de imaginación, de pasión… y no sé si todo eso es un activo que se pueda heredar para ponerlo al servicio de discernir y decidir aquellas estructuras que den cuerpo y forma al espíritu de estos procesos iniciales y aún en ciernes. 

Habrá que ver si los cardenales deciden confiar en este clima de "inestabilidad" que siempre supone la creación de procesos que ha iniciado el Papa Francisco o si el miedo les lleva a volver a un puerto aparentemente seguro

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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