Escuchar para leer e interpretar los signos de los tiempos
Algunos en la Iglesia parecen vivir con la sensación permanente de que todo se va al traste, leyendo a menudo la historia de la Iglesia con nostalgia y gafas de color sepia. No son un fenómeno nuevo. Existen en todos los períodos de la historia de la Iglesia. No hay nada nuevo bajo el sol. De ellos, San Juan XXIII dijo que:
Nos parece que debemos discrepar decididamente de estos profetas de desgracias, que siempre anuncian lo peor, como si se avecinara el fin del mundo. En el estado actual de los acontecimientos humanos, en el que la humanidad parece entrar en un nuevo orden de cosas, hay que ver más bien los misteriosos designios de la Divina Providencia, que se realizan en tiempos sucesivos a través de la obra de los hombres, y a menudo más allá de sus expectativas, y con sabiduría disponen todo, incluso los acontecimientos humanos adversos, para el bien de la Iglesia (Concilio Vaticano II, Discurso del Santo Padre Juan XXIII en la solemne apertura, 11 de octubre de 1962, n. 4.3-4).
La contrapartida, sin embargo, no es en absoluto una lectura idealizada de la realidad moderna, donde todo es color de rosa. Se necesita una gran confianza en Dios para poder ver, en este aparente caos, la mano de la Providencia. Solo desde esta perspectiva podemos comprender cómo
... es deber permanente de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de modo que, de forma adecuada a cada generación, pueda responder a las preguntas perennes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre sus relaciones recíprocas (Gaudium et Spes 4).
Esto no es ningún descubrimiento ni, peor aún, un invento del Concilio Vaticano II. Durante el tiempo pascual hemos escuchado abundantemente el testimonio de los Apóstoles y de la primera Iglesia. A menudo nos encontramos en esos pasajes con cómo los Santos Pedro y Pablo, y todos los demás, se enfrentaron a diversas cuestiones, a esa necesidad de leer los signos de su tiempo, viviendo en una época de grandes cambios, incluso desconcertantes, en el que, sin embargo, no se encerraron de nuevo en la sala superior, sino que se dejaron guiar con gran apertura por el Espíritu para captar dónde les estaba guiando el Espíritu, y no sus ideas o posiciones.
Esto siempre es un riesgo, tanto entonces como ahora, porque, si somos honestos con nosotros mismos, nos gusta domesticar al Espíritu y lo queremos bajo control. Pero el Señor es soberano y no se deja domesticar. A nuestra costa, descubrimos que los diques que construimos para «contener» al Espíritu no aguantan, y el Señor irrumpe a su manera. Y menos mal.
Todo esto está muy bien, pero, en concreto, ¿cómo podemos ponernos a escuchar dócilmente al Espíritu? ¿Cuál es el tipo específico de escucha que se refiere al discernimiento?
Yo diría que hay, al menos, tres tipos de escucha. Hablo de tipos, no de calidades, porque no quiero dar la impresión de que son de primera, segunda y tercera categoría, sino más bien tipos y modalidades de escucha que, como todos los instrumentos, deben utilizarse en el momento adecuado: no se clava un clavo con un destornillador, ni se utiliza un martillo para desenroscar un tornillo.
El primero es escuchar para responder. Es un tipo de escucha que caracteriza y busca la dialéctica, el debate y la discusión. Si se hace con seriedad, es una escucha de gran dignidad, en la argumentación (que implica profundizar en los temas), que es la base de los procesos democráticos y del debate académico.
El segundo es escuchar para comprender, tratando también de leer de la manera más honesta y positiva lo que el otro me dice. Esta es la manera en que realmente escuchamos al otro y al mundo, para ir más allá de nuestra lectura del mundo, lo que también ayuda a acoger historias y a reflexionar. Es la escucha de la verdadera amistad, que es tratar de escuchar sin prejuicios, sin estar listo para dar una respuesta, sino para escuchar.
En
la vida ordinaria, a menudo nos limitamos a estas dos formas. Luego hay
una tercera forma de escuchar, más sutil, la que se dirige al discernimiento.
Si queremos escuchar al Espíritu, esta es la forma que debemos descubrir más.
Si queremos comprender esto, creo que la Sagrada Escritura puede ayudarnos. Con las lecturas de hoy, acompañamos al profeta Elías a la entrada de la cueva del Horeb, que se pone a escuchar para captar la voz de Dios.
Con la fuerza de ese alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb. Allí entró en una cueva para pasar la noche, cuando de repente le llegó la palabra del Señor en estos términos: «¿Qué haces aquí, Elías?». Él respondió: «Estoy lleno de celo por el Señor, Dios de los ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. Solo me he quedado yo, y ellos tratan de quitarme la vida». Él le dijo: «Sal y quédate en el monte, delante del Señor». Y he aquí que pasó el Señor. Hubo un viento impetuoso y fuerte que partía los montes y rompía las rocas delante del Señor, pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, un silencio ensordecedor]. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto, salió y se detuvo a la entrada de la cueva. Y he aquí que vino a él una voz que le decía: «¿Qué haces aquí, Elías?» (1 Reyes 19,8-13).
Para mí es muy interesante ver cómo Elías, que es una presencia fuerte, incluso turbulenta (basta pensar en la manifestación del Señor en el sacrificio del Carmelo), con un mandato impactante (que sigue inmediatamente después de este pasaje), tiene que aprender a encontrar a Dios de la manera más improbable.
Elías no siente la presencia de Dios ni en la tormenta, ni en el fuego, ni siquiera en el terremoto (como en la manifestación de Dios ante el pueblo en el Sinaí) ... sino en el silencio, en un silencio ensordecedor, y es allí donde se cubre el rostro porque reconoce la presencia de Dios.
Aquí está el arte del discernimiento, que no es solo cosa de especialistas. Hay que afinar el oído y el corazón. Como a Elías: Dios no habla en el estruendo, sino en el silencio.
Y aquí, todos tenemos que aprender. Especialmente cuando el Espíritu parece indicar nuevos caminos, donde los mapas que tenemos son viejos.
Porque, al tratar de discernir, habrá ruido a derecha e izquierda, incluso en nuestro mundo interior. Nos sentiremos arrastrados, a menudo incluso con muy buena intención, que intenta empujarnos hacia adelante o frenarnos... pero el arte del discernimiento estará en acoger este ruido, como hace Elías, reconocerlo como tal, para saber ir más allá.
Si sabemos ir más allá, nos encontraremos con Elías, a la entrada de la cueva de Horeb, en la presencia del Señor. Porque el Señor no espera, no pide permiso para actuar, sino que ya está actuando. Ya está presente. Basta con saber ir más allá del ruido y cubrirnos el rostro con Elías, por respeto, porque estamos en presencia de Dios, y quitarnos las sandalias con Moisés, porque estamos pisando tierra sagrada, ya consagrada por la presencia del Señor.
Este escuchar debe aplicarse luego al acompañamiento y a la escucha allí donde se necesita un verdadero espacio de discernimiento. Y es más delicado cuando se trata de captar el Espíritu que se mueve no solo en los textos bíblicos, sino en la vida de las personas, quizá allí donde no lo esperamos. Esta es la experiencia de la primera Iglesia, como lo hizo, por ejemplo, San Pedro con Cornelio (Hch 10-11).
Por eso es necesario escuchar, pero escuchar de forma auténtica, generosa, abierta, capaz de acoger la verdad vivida tal como es, sin ansiedad por evaluarla, aplaudirla o condenarla, sino dejándola emerger, siendo testigos de esas alegrías y esperanzas, dolores y fatigas (Gaudium et Spes 1) de la humanidad, porque la humanidad no es un concepto abstracto y colectivo, sino una realidad muy concreta, que tiene nombre y apellidos, que tiene una historia.
Debemos atrevernos y confiar en que el Espíritu nos guiará. También debe ser una escucha gratuita. Escuchar sin otro fin, no porque no sea una escucha intencionada, sino porque es la misma escucha la que crea espacio, crea apertura, nos capacita —por su propia naturaleza, no por una intencionalidad impuesta— a escuchar también cómo se mueve el Espíritu Santo.
Si no, corremos el riesgo —aunque sea con la mejor de las intenciones— de encontrarnos en medio, como un obstáculo (un escándalo). Para un discernimiento auténtico, también hay que saber apartarse, dejando que el Señor haga de nosotros testigos de lo que Él está haciendo. Estos son esos momentos —cuando tenemos el privilegio de presenciarlos— en los que podemos exclamar con Jacob: «Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo sabía» (Gn 28,16).
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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