jueves, 29 de mayo de 2025

También somos herederos de Caín.

También somos herederos de Caín

El hombre no es un ser dócil, necesitado de amor, capaz como mucho de defenderse cuando es atacado, altruista, hecho para vivir con sus semejantes en paz y solidaridad, sino que es, en su origen, un ser —para la tragedia griega, el ser más «maravilloso» y más «terrible» — que lleva consigo una crueldad y una capacidad criminal que asustarían incluso a los animales más feroces, una hostilidad primaria hacia sus semejantes que no tiene parangón.

 

Estas palabras, que pesan como sentencias casi sin escapatoria, no son mías, sino que pueden leerse directamente en el judío Freud, el padre del psicoanálisis. Se trata de un retrato del ser humano que parece sin esperanza y que justifica el hecho de que la sociedad civil se sienta siempre amenazada por fuerzas destructivas.

 

Es la escabrosa herencia de Caín que cada uno de nosotros lleva consigo porque, como reitera Freud, en perfecta sintonía con el relato bíblico, «el odio es más antiguo que el amor».

 

No es casualidad que la narración bíblica tenga su origen en dos gestos profundamente transgresores. El primero, cometido por Adán y Eva, incitados por la serpiente, que violan la prohibición de acceder al árbol del conocimiento; el segundo, cometido por su primer hijo, Caín, que con crueldad y ferocidad pone fin a la vida de su hermano Abel.

 

No hay representación ingenuamente optimista ni retóricamente buenista del hombre. Más bien: homo homini lupus. Las primeras páginas de la historia del hombre en el relato bíblico están manchadas por el rechazo de la Ley y la sangre fratricida.

 

Pero también Freud, en su génesis del aparato psíquico, se mantiene en esta misma línea de pensamiento: el ser humano, arrojado al mar ingobernable de la vida, vive inicialmente el mundo como un extraño y una fuente inagotable de perturbaciones. Lo extraño y lo hostil coinciden y animan el odio como respuesta defensiva. Por esta razón, el odio es más primitivo que el amor.

 

Pero el gesto de Caín hace que esta primacía sea aún más desconcertante, porque en este caso la víctima no es el extraño, sino el más cercano, no el desconocido, sino el hermano de sangre.

 

¿Cuál es la culpa imperdonable de Abel? La de haber destituido a su hermano mayor de su lugar privilegiado: ser el único hijo en la faz de la tierra, el hijo único que se realiza como una especie de pequeño dios por el deseo de su madre. El nacimiento de Abel se vive como una intrusión traumática que lo despoja de esta posición única y lo obliga a un vínculo agotador con su hermano. Con el añadido decisivo de que, ante el juicio de Dios, son los dones de Abel los más apreciados y no los suyos.

 

La frustración se mezcla así con un profundo sentimiento de envidia. Caín es privado de su privilegio por la misma persona (Abel) a la que Dios muestra amar más. Así, el hermano se revela entonces como la fuente insoportable de su alienación: Caín lo mata para poner fin a una hemorragia de su propio ser que lo vacía de todo valor.

 

Aquí tenemos las dos raíces fundamentales del odio: por un lado, el sentimiento de frustración; el hecho de ser degradado, subordinado, descartado, marginado, eliminado. Por otro lado, el sentimiento de envidia; la imposibilidad de tolerar la felicidad, la alegría, la vida plena del envidiado, el deseo de querer ser como aquel hacia quien se desata la agresividad y la imposibilidad de serlo. Caín, al matar al hermano más amado por Dios, manifiesta su extrema pasión narcisista por querer ser el único, por querer robar el secreto de Abel, por ser como él.


 

La palabra fundamental de todo el relato bíblico no es, como sabemos, la del odio, sino la del amor al prójimo. Sin embargo, la retórica bíblica carecería de fuerza si este amor se situara como una simple anulación del odio.

 

Por el contrario, es precisamente con Caín que el hombre da sus primeros pasos en la historia. El texto bíblico no retrocede ante este escándalo. En algunas de sus homilías, San Ambrosio, obispo de Milán, insistía en situar a Caín y Abel, mucho antes que Freud, como dos instancias simultáneamente presentes en el ser humano como tal.

 

Caín y Abel no representan el bien y el mal entendidos como dos valores externos y rígidamente opuestos, sino que encarnan dos pasiones internas que mueven tumultuosamente al ser humano. Una oscilación que estamos obligados a experimentar en nuestra vida individual y colectiva.

 

El mayor error que se puede cometer con el Caín que todos llevamos dentro es identificarlo de forma definitiva con el asesinato imperdonable de su hermano para liberarnos así de su sombra. De este modo, el asesino no podría sino merecer ser asesinado según una ley del talión inexorable.

 

Por el contrario, el Dios bíblico pone una marca en la frente de Caín para protegerlo de este riesgo e interrumpir la cadena de violencia. Una marca que conmemora la muerte de su hermano y que des-identifica a Caín de «ser» un asesino.

 

Pero si Caín merece la protección de Dios es porque todos la merecemos. Porque todos llevamos en nuestro corazón el gusano de la envidia mortal.

 

Es necesario des-identificar a Caín de su gesto para permitirle acceder a otra forma de vida. Por eso será padre y constructor de ciudades. Si el odio viene antes que el amor, el odio no puede ser la última palabra sobre el sentido de la vida.

 

Este es el reto de esa apuesta que llamamos civilización y que se materializa cada vez que la fraternidad se impone sobre el fratricidio. Este fue, en el fondo, el error de Caín, y siempre ha sido el error más profundo del hombre: elegir la violencia fratricida en lugar del amor fraterna, seguir su propio camino sin volverse para aprender a reconocer la verdad del prójimo, la verdad del hermano.

 

Pensar que uno se posee toda la verdad es la forma más extrema de ignorancia. Y, cuando esto ocurre, entonces el sentido fraterno naufraga y deja que la sangre de Abel se mezcle, una vez más, con el polvo de la tierra.



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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