“In Illo uno unum”: En el único Cristo somos uno
En la plaza y desconcertados. Desorientados. Así se sintieron, en la tarde del 8 de mayo de 2025, las numerosas personas que, en la plaza de San Pedro, participaron (físicamente y a través de los medios de comunicación) en la presentación del nuevo Papa: Robert Francis Prevost, que eligió el nombre de León XIV.
Un detalle que no hay que subestimar: en un momento en el que el imperativo dominante es tenerlo todo «bajo control» (so pena de grandes crisis de ansiedad y ataques de pánico), una sana desorientación es saludable. Hace bien. Confirma el hecho de que la vida debe aceptarse continuamente con su carga de imprevisibilidad, de expectativas y de «novedades», sin la pretensión, falsa y nociva, de querer siempre prever, planificar o controlar todo.
Pero ¿por qué los cardenales de la Iglesia católica se han decantado por un candidato que no figuraba entre los primeros de la lista de los llamados «papables»?
Teniendo en cuenta que ya se han formulado muchos análisis —puntuales y competentes—, he decidido partir, para estas breves reflexiones, del lema episcopal elegido por el nuevo Obispo de Roma. Lo compararé con el lema de nuestra Europa y de los Estados Unidos de América en busca de convergencias y, eventualmente, también de distancias.
El lema episcopal elegido por el Papa León XIV es: «In Illo uno unum» («en Aquél que es Uno – Cristo – somos uno»), tomado del comentario de San Agustín (354-430) al salmo 127, en el que se encuentra esta frase: «Hablando de los cristianos, aunque son muchos, en el único Cristo los considero una sola unidad. Vosotros, pues, sois muchos y sois uno». Para el obispo de Hipona, la unidad del pueblo de Dios no es sinónimo de homologación o de uniformidad plana.
La unidad crece y se afirma —declara el Papa León XIV haciendo suyas las palabras de San Agustín— solo si se valoran, se acogen y nunca se niegan las diversidades de quienes «caminan juntos». Esto significa que la comunión entre las personas y los pueblos, para el Papa León XIV, es ciertamente un don de Cristo, pero también es un compromiso al que todos debemos aspirar, sin excepción, a partir de la acogida de la singularidad y la diversidad del hermano que está a nuestro lado.
Una provocación tan incisiva como actual si se tiene en cuenta que hoy tanto el «mundo» como la «Iglesia» tienen dificultades para practicar la concordia y la unidad siguiendo esta línea.
Empezando por el mundo. Cada vez son más los políticos que, tras llegar al gobierno de un Estado de forma más o menos democrática, exigen a los ciudadanos (¿súbditos?) obediencia ciega y absoluta a su programa y están dispuestos a «apagar», en el momento en que surge, cualquier forma de crítica porque el disenso se considera intolerable. Sin embargo, al hacerlo, se activan estrategias sociales y políticas que llevan a considerar cualquier forma de «diversidad» como una amenaza para el bien común, generando, en consecuencia, un sufrimiento indecible en quienes disienten y en sus comunidades de pertenencia. No es necesario detenerse en el hecho de que esta hostilidad hacia la disidencia convierte la diversidad en la chispa que enciende un conflicto inevitablemente expuesto al riesgo de la violencia.
El mecanismo es siempre el mismo: cuando se quiere empujar el pluralismo de las comunidades hacia la «homologación» y el pensamiento único, es inevitable llegar a la tolerancia cero hacia cualquier voz que se salga del coro. A partir de ahí, se necesitan ejércitos y violencia para imponer el orden y la homogeneización que se desea alcanzar. Por lo tanto, para el mundo, el lema del Papa León XIV es un bálsamo, oxígeno y libertad en estado puro. Proponer a las naciones que convivan en libertad mutua sin reducir nunca a quienes tienen una idea diferente a un enemigo contra el que luchar.
Para el mundo de la Iglesia, algunas dinámicas son similares. Amplios sectores del mundo eclesiástico estaban atravesados por la duda y la sospecha, antes del cónclave, de que, tras la muerte del Papa Francisco, su apertura profética a una verdadera renovación de la Iglesia pudiera, de hecho, quedar archivada. En otros contextos eclesiales, en cambio, se temía no poder mantener unidas las «dos Iglesias», cada vez más visibles y reconocibles como distantes entre sí: la más conservadora, que querría, a toda costa, detener» y silenciar, de una vez por todas, a la más progresista.
La Iglesia católica —parece decirnos el rápido cónclave que concluyó hace unos días— no tiene recetas mágicas para afrontar (y curar) las crisis históricas en las que estamos inmersos. El corazón humano está perpetuamente expuesto al riesgo de la idolatría del yo, que se cierra al diálogo con el otro y con el Otro. La Iglesia de Roma no dispone de instrumentos legislativos vinculantes para el mundo ni de códigos de conducta que imponer mediante sanciones. Todo lo que los cardenales han podido ofrecer a la Iglesia y al mundo es el Evangelio de Jesucristo vivido por comunidades cristianas que, en comunión con la Iglesia de Roma, pueden y deben dar testimonio de que tanto la paz en el mundo como la vida en comunión en las comunidades de fe son ciertamente dones de Cristo, pero también opciones de un compromiso concreto que hay que llevar a cabo con generosidad.
Los cardenales de Roma no nos han ofrecido un texto o un enésimo documento escrito. Sin embargo, tras unas pocas horas de debate y consulta mutua, nos han «entregado» a uno de los suyos, «elevado al primer lugar entre sus iguales», para que ayude a todas las comunidades de la Iglesia católica, y al mundo entero, a construir «puentes» y a hacer de la diversidad la fuente de nuestra riqueza. Esta es también la belleza de una Iglesia que sabe hacerse «carne», historia, relaciones y comunidad a partir de la escucha de la Palabra que se hizo carne. El lema del Papa León XIV, Obispo de Roma, dialoga con los lemas de Europa y de los Estados Unidos de América.
El lema europeo, adoptado en 2000, es el siguiente: «Unidad en la diversidad». Una referencia transparente y explícita al hecho de que somos pueblos y países con historias, tradiciones y costumbres muy diferentes, pero que solo podemos tender a la unidad y a la paz si aprendemos a acoger nuestras diversidades como riqueza y como recurso para la acogida recíproca (con la ayuda que pueden aportar los instrumentos democráticos adecuados de los que nos hemos dotado). Una especie de versión laica del pensamiento de San Agustín y en profunda sintonía con el Papa León XIV. No hay referencia a Cristo como fundamento y requisito previo de la unidad a la que están llamados los pueblos y naciones europeas por una elección precisa de laicidad y para no fundar la unidad europea sobre pilares que pertenecen a una sola fe de nuestro continente. Sin embargo, sigue existiendo la fuerte invitación a reconocer nuestras diversidades como riqueza y como recursos que preparan, fundan y hacen posible la armonía entre los pueblos y la paz.
El lema de los Estados Unidos de América sigue otros caminos, se basa en otros supuestos y procede con un razonamiento opuesto al europeo. Sus palabras son éstas: «E pluribus unum» -«De muchos, uno»-. Y el mensaje es muy claro: solo si las muchas diversidades que se encuentran en la convivencia se «centrifugan» juntas, se obtiene el producto final que anula todas las diferencias para construir una síntesis única. Única y válida para todos.
Son esquemas diferentes: por parte de Europa existe la exigencia de hacer de las «diversidades» el fundamento del pluralismo (para vivir plenamente la comunión). Al otro lado del océano, el de los Estados Unidos de América, la invitación es a «disolver» toda diversidad para dar vida a un nuevo y único resultado o «producto».
Y aquí está la primera novedad simpática: el Papa nacido en los Estados Unidos de América no adopta el lema de su país de origen para presentarse al mundo, sino que recurre al pasado y a un Obispo del norte de África para proponer un esquema valiente y diametralmente opuesto al estadounidense: trabajar juntos —como Iglesia, como Iglesias y como laicos— para construir, juntos, los «puentes» necesarios para generar Paz y para encontrar en la diversidad del otro el rostro que me explica quién soy y que me salva del egoísmo y de la guerra.
Bien lo sabemos porque tenemos tanta historia a nuestras espaldas: las ideas nunca quedan suspendidas en el aire, sino que siempre caminan sobre las piernas de las personas y se alimentan del corazón y la mente de quien las lleva adelante. A partir de ahora será interesante ver cómo estas tres concepciones de la unidad y la paz (del Papa León XIV, de Europa y de los Estados Unidos de América) dialogarán entre sí y aprenderán a confrontarse y corregirse mutuamente.
Sabiendo desde ya, por poner algunos ejemplos, que: a quienes preparan la paz con la guerra, el Papa León XIV propondrá el valor de una «paz desarmada y desarmante» como único camino para detener el odio, la violencia de las armas y construir la convivencia bajo el signo de la fraternidad.
A quienes quieren engrandecer «su» nación (¡solo su nación por encima de las demás!), el Papa León XIV les recuerda que hay que tender «grandes puentes» entre todos los países del mundo para que crezca ese deseo de justicia que detiene las guerras y ayuda a vivir en la acogida mutua y en la paz.
A quienes repiten, como un disco rayado, «los nuestros primero», el Papa León XIV les pide que construyan «puentes» para que nadie sea alejado de la tierra de la dignidad, la esperanza y la justicia, «sin ninguna clasificación de nuestro amor por los demás», sin imponer jerarquías de amor entre cercanos y lejanos.
A quienes quieren defender a Dios, la patria y la familia, los Cardenales nos han recordado que el Espíritu Santo todavía es capaz de guiarnos y recordarnos que tener varias patrias —como nuestro nuevo Papa— no es signo de pobreza, sino de riqueza interior y de gran humanidad. Sin olvidar nunca, además, que a quien hay que defender es al débil, no a Dios ni a la Iglesia -¡de eso se encarga Él!-.
¿Conseguirá el Papa León XIV seguir avanzando en la puesta en práctica del Concilio Vaticano II, que aún no ha sido plenamente asimilado por nuestras comunidades eclesiales, y llevar a cabo la reforma sinodal iniciada por el Papa Francisco, que se esbozó en el documento final del Sínodo?
¿Conseguirá el recién elegido Obispo de Roma hacer menos piramidal y menos vertical la Iglesia católica que, a lo largo de los siglos, se ha sobrecargado de categorías vinculadas a segmentos de poder que, de hecho, han ocultado la fuerza profética e innovadora de sus raíces evangélicas?
«Sinodalmente» podemos responder si queremos hacer realidad las palabras que el Espíritu nos ha sugerido en este breve, pero denso y valioso cónclave.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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