jueves, 15 de mayo de 2025

Nadie te separará de mi mano.

Nadie te separará de mi mano

Una noche entera, con el pelo sudado, recogiendo recuerdos, hojeándolos, guardándolos, como flores entre las páginas de un libro. De ahora en adelante solo viviré de esto, solo tendré esto. Dijiste que estaríamos juntos en el seno del Padre. En cambio, tú estás aquí, y eso me da confianza, pero no estamos juntos. Y tú dijiste que estaríamos juntos. 

Luego llegó María, gritando: «¡Se lo han llevado!», y echamos a correr. No, te lo ruego, esto no. No me quites también su cuerpo. Es lo último que me asegura que fue real, que él existió de verdad, que me amó, que me abrazó. 

Llego el primero, pero espero a Pedro para entrar. «Y vio, y creyó»: ¿qué? Que no te habías ido, que no te habían robado el cuerpo. Miro a mi alrededor con una sonrisa impaciente, inquieta: estás vivo y estás aquí, en algún lugar. 

Te escondes discreto como un manzano entre los árboles del bosque, como un cervatillo tímido y herido. Quizás te has escondido de los judíos, pero luego vendrás a verme, vendrás a vernos, y estaremos juntos, y podremos volver al lago. Me llevarás de nuevo a la bodega, y podré volver a besarte. 

No vuelvo con los demás, sino que corro a decírselo a tu madre: «¡No ha muerto!», grito mientras derribo la puerta. Mientras tanto, en la tumba, María Magdalena no puede dejar de llorar. Intento consolarla. Pero ella no estuvo en el seno de Jesús, no pasó las noches con la cabeza apoyada en su pecho, no sintió sus latidos, ella no entiende, ella no recibió las promesas que él me hizo antes de morir, en Getsemaní: «Nadie te arrebatará de mi mano». 

Este será nuestro destino hasta el final de la historia. Ser a la vez Magdalena y «el que Jesús amaba». Él, lleno de confianza en que está ahí, y se deja besar, y me besará, con la confianza de un niño que ha estado en su seno. La otra, solo consumida por su ausencia, no lo ve, no lo oye, querría sentirlo más, sentir casi físicamente sus labios. 

Una es «quiero buscar al amado de mi corazón», el otro es «lo he encontrado y no lo dejaré nunca más». Y nosotros seremos siempre tanto uno como otro. «¡María!», la llama Jesús. No es el guardián del jardín: es mucho más; mirad, es él. Y nadie nos dice que María no lo haya tocado. 

Antes incluso de que él diga «No me retengas», ella ya se arroja a sus pies, para abrazarlo. Jesús se ríe y la levanta, pero ella sigue abrazándolo con fuerza, como se abraza con fuerza a la persona que amamos cuando una velada juntos está a punto de terminar y el otro se va. 

Su «no me retengas» es «no me aprietes así, no necesitas abrazarme así, porque no me voy, porque ahora no me voy, no necesitas retenerme, ahora estaremos siempre juntos». 

Así, María corre, va hacia los discípulos, con el esfuerzo de quien no puede evitar volverse para mirarlo una vez más. Cuando se haya alejado, podré salir. Él me mira fijamente, inmóvil, de pie, con los brazos a lo largo del cuerpo. «¿Cómo estás, Jesús?». Sonríe, me abraza y yo lo beso por todas partes, la cabeza húmeda por el rocío y los rizos empapados por las gotas nocturnas. «Te lo dije, nadie te arrancaría de mi mano». 

Todo huele a primavera en flor. «¿Ahora estaremos siempre juntos?». 

«Ahora estaremos siempre juntos. Yo te miraré siempre y tú podrás mirarme siempre; yo te cuidaré siempre y tú podrás cuidarme siempre; en el lago, o en cualquier lugar, estaremos siempre juntos. Ya no tendrás que entristecerte por las tardes cuando nos separemos». 

Y, de hecho, al final de este largo domingo, seguimos juntos. Yo tumbado, con la cabeza aún sobre tus piernas, mientras tú me acaricias el pelo con la mano. Te beso y no querría dejar de hacerlo nunca. Todavía hay heridas, siempre las habrá, para mí, «porque si no hubiera amado hasta el final, ahora no podríamos estar así, juntos para siempre». 

Eres precioso. Rizos negros como racimos; mejillas perfumadas; labios que destilan mirra; tus manos, de las que nadie me ha arrancado; el pecho de marfil; las piernas de alabastro; el paladar dulce, lo que significa que te estoy besando, si puedo sentir su sabor. 

Y este es, Jesús, el momento en el que normalmente se empieza a hacer el amor. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Un relato en el tiempo pascual, en vísperas del Día Internacional contra la Homofobia, la Bifobia y la Transfobia porque todos somos uno en Cristo Jesús.



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