Cuando
las reglas oscurecen la ley de Dios
La
extraordinaria inteligencia comunicativa de Jesús: revela lo más profundo de su
corazón inventando una historia sencilla, que todos pueden entender, tanto los maestros
como los discípulos.
Las
parábolas son relatos que provienen de la viva voz de Jesús, es como escuchar
el murmullo del manantial, el momento inicial, fresco, primigenio del
Evangelio. Representan la cúspide más alta y genial, la más refinada de su
lenguaje, no la excepción. Para Jesús, hablar en parábolas era la norma (Mc
4,33-34).
Enseñaba
no con conceptos, sino con imágenes y relatos, que liberan y no constriñen. Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Una de las historias más bellas
del mundo. Un hombre bajaba, y ¡ay si hubiera un adjetivo: judío o samaritano,
justo o injusto, rico o pobre, puede ser incluso un deshonesto, un bandido
también él: es el hombre, ¡todo hombre!
No
sabemos su nombre, pero conocemos su dolor: herido, golpeado, aterrorizado y
ensangrentado, con la cara en el suelo, solo, incapaz de levantarse. Es el
hombre, es un océano de hombres, de pobres robados, humillados, bombardeados,
náufragos en el mar, sacos de humanidad ensangrentada en todos los continentes.
El
mundo entero desciende de Jerusalén a Jericó, siempre. El sacerdote y
el levita, los primeros en pasar, se enfrentan a un dilema: transgredir la ley
del amor al prójimo o la de la pureza, evitando el contacto con la sangre.
Eligen lo
más cómodo y fácil: no tocar, no intervenir, rodear al hombre y... permanecer
puros. Al menos en apariencia. Mientras que por dentro se enferma el corazón.
Tocan las cosas de Dios en el Templo y no tocan a la criatura de Dios en la
calle. La suya es solo una religión de fachada y no una fe que enciende la vida
y las manos.
El
mensaje es fuerte: los gestos y los objetos religiosos, los ritos y las reglas
«sagradas» pueden oscurecer la ley de Dios, fingir una fe que no existe y
utilizarla a su antojo.
También
me puede pasar a mí, si cambio el alma del Evangelio, su fuego, por pequeñas
normas o gestos astutos. Quien hace emerger el alma profunda es un hereje, un
extranjero, un samaritano de camino, en viaje: lo vio, tuvo compasión de
él, se acercó a él.
Son
términos de una carga infinita, hermosa, que rezuman humanidad. La
compasión vale más que las normas cultuales o litúrgicas (del sacerdote y del
levita); más que las doctrinales (el samaritano es un hereje); supera las leyes
étnicas (es un extranjero); ignora las distinciones moralistas: ayudo a quien
lo merece, a los demás no.
Así
es la compasión divina: incondicional, asimétrica, unilateral.
En el centro del Evangelio, una parábola; en el centro de la parábola, un hombre. Y el sueño de un mundo nuevo que extiende sus alas con los tres primeros gestos del buen samaritano: lo vio, tuvo compasión, se acercó.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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